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Actualizado: 17 de junio de 2025
Hombre, por lo demás, agradable, como todos los egoístas; estimado en el Palacio, en el círculo, en la cámara de notarios, en las conferencias de San Vicente de Paúl y en la sala de armas; buen tirador de punta y de contrapunta; excelente bebedor y amante generoso, mientras tenía el corazón interesado; amigo fiel de los hombres de su rango; acreedor bondadoso, mientras cobraba los intereses de su capital; delicado en sus gustos, atildado en el vestir, limpio como un luis de nuevo cuño, y asiduo concurrente los domingos a los oficios de Santo Tomás de Aquino, y los lunes, miércoles y viernes a la Opera: hubiera sido el más perfecto gentleman de su época, así en lo físico como en lo moral, a no ser por una deplorable miopía que le condenaba a usar gafas. ¿Será necesario agregar que sus gafas eran de oro y las más finas, ligeras y elegantes que salieron jamás de los talleres del celebre Mateo Luna, del muelle de los Plateros?
Lo que es menos claro es lo que pasa con las solteronas llegadas. ¿Llegadas a qué? preguntó el cura abriendo los ojos interrogadores detrás de las gafas. Llegadas al pleno esplendor del celibato, a la completa y profunda posesión de su yo personal. ¡Vaya! si empiezan ustedes con eso del «yo personal» protestó la abuela, van a decir, ciertamente, muchas tonterías... Estamos perdidos.
Una de las dos monjas era joven, coloradita, de boca agraciada y ojos que habrían sido lindísimos si no adolecieran de estrabismo. La otra era seca y de edad madura, con gafas, y daba bien claramente a entender que tenía en la casa más autoridad que su compañera.
Cantó enteramente distraído sin mirar apenas al libro, levantando sus ojos pequeños y duros por encima de las gafas para contemplar fijamente, mejor dicho, para pulverizar con la mirada al hijo de la Pepaina, que disimuladamente estaba arrancando las babas a los cirios y guardándoselas en el bolsillo. La cosa no era para menos.
Despojándose de las gafas, empezó a reflexionar. ¡Era estúpido todo aquello! La chicuela ni siquiera le había dejado abrir la boca para explicarse, y le había lanzado en pleno rostro el despectivo insulto. Debía, no obstante, comprender que sólo se trataba de una broma. ¡Qué diablo de muchacha! ¡Como si verdaderamente le interesase con sus proclamas! Eso no era de su incumbencia.
Arrimose en esto Maravillas a la cómoda, sobre la cual estaba la luz con que se alumbraban allí él y su padre; subió las gafas hasta dejarlas encaramadas sobre las cejas; levantó el periódico que tenía entre las manos, bajando al mismo tiempo la cabeza, de manera que no quedó el espacio de dos pulgadas entre los ojos y el papel, y comenzó a leer con voz nasal, atiplada y clamorosa, mientras el tabernero se le acercaba de puntillas, con una mano colocada detrás de la oreja y mordiéndose el labio inferior.
Durante las clases puedes tener las gafas puestas. Sí, pero... eso no me cambiará mucho. Si al menos yo tuviese una buena barba... como los demás... No digas tonterías; tu barba es admirable. Lo he dicho siempre y lo repito. El profesor experimentó un gran alivio. Abrazó a su mujer y le hizo cosquillas con la barba detrás de la oreja.
Esperaba yo un sermón sobre las costumbres actuales y violentos reproches sobre el modo de ser de las jóvenes modernas, pero, con gran asombro mío, la abuela se contentó con mirarme con sorpresa y exclamó en tres tonos diferentes: Calla... calla... calla... Después se aseguró tranquilamente las gafas en la nariz, cogió su labor y habló de otra cosa... ¡Y yo, que esperaba una reprimenda!...
Tomé la pluma y escribí: «Si el señor Licenciado Castro Pérez se digna recibirme en su casa, procuraré servirle con toda fidelidad». Me acerqué al abogado, llevando la hoja y la bujía. Mi hombre se acomodó en su poltrona, se compuso con ambas manos las gafas, y leyó lo escrito. ¡Bien! ¡Bien! ¡Bien! ¡Conforme!
Después recostándose en una butaca y levantándose las gafas por la frente para mirar más a sus anchas las facciones varoniles del joven oficial, dijo: Vamos a ver, señor misterioso, ¿tienes la intención de hacerme redactar tu contrato? ¿Yo? ¡Qué disparate!
Palabra del Dia
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