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Actualizado: 17 de junio de 2025
Los ojos del revolucionario se mostraron más lacrimosos y brillantes detrás de las gafas azuladas. ¡Mamá!... Su gesto, sonriente y bondadoso, se borró bajo una contracción de dolor. Era su única familia, y había muerto mientras él permanecía en el presidio.
Era éste joven también, de rostro pálido adornado con gafas; gastaba la barba y los cabellos largos en demasía; su traje, más desaseado que mezquino. Ni respondió ni levantó siquiera la cabeza al oír la exclamación de su amigo, atento a la lectura del periódico que tenía entre las manos.
Así es que tomó la moneda, enseñó la lengua al de las gafas ... y, á ser tan buen negociante como raquero, hubiera podido comprender, á la sola consideración del contrato que acababa de hacer, que, sabiendo comprar, hasta la estopa, bien exprimida, arroja productos de oro.
Los turcos, que se paseaban juntos y cariacontecidos, porque el fuego de Ayvaz-Bey habíase extinguido en un segundo, aproximáronse también a sus antiguos enemigos. Hallose sin trabajo el lugar donde los combatientes habían pisoteado la fresca y naciente hierba; recuperáronse las gafas de oro, pero las narices del notario no hubo forma de encontrarlas.
Los viajeros fueron acogidos en la plaza con inmensa gritería. Todo peñasco en uso de sus extremidades abdominales salió del domicilio en aquella sazón, para regocijar la vista con el espectáculo de la bella comitiva. El obispo era un hombre alto, gordo, con el pelo blanco y la faz redonda, de luna llena, adornada de gafas. El gobernador un hombrecillo enteco, pálido, de ojos hundidos.
Abuela dije con expresión vencedora dándole la carta del cura, aquí tienes la respuesta que esperabas. La abuela se sujetó las gafas con cuidado, cogió la tarjeta, la leyó, la releyó, la meditó y dijo finalmente encogiéndose de hombros: El cura descarrila... y vosotras también. ¡Oh! abuela dije horriblemente alarmada, ¿niegas el permiso? No... haz lo que quieras.
Adelante.... ¡Ah! ¿eres tú, Pepe? dijo la marquesa alzando los ojos y mirándole por encima de las gafas que se había puesto para escribir. Si la interrumpo me voy. Quería celebrar con usted una conferencia dijo el galán sonriendo. Siéntate un instante. Estoy terminando una carta.
Era un caballero de cincuenta a sesenta años, bajo, delgado, con bigote y perilla canosos, ojos saltones y distraídos, resguardados por gafas. Llamábase D. Juan Peñalver. Era catedrático de Filosofía en la Universidad y había sido ministro. Gozaba fama de sabio, con justicia, y de una respetabilidad que pocos habían alcanzado en España.
En las nieblas de color de sangre que pasaban ante sus ojos, creyó ver el brillo de las gafas azules de Salvatierra, su sonrisa fría de inmensa bondad. ¿Qué haría el maestro de estar allí?... Perdonar, indudablemente: envolver a la víctima en la conmiseración sin límites que le inspiraban los pecados de los débiles.
¡Qué bien dicho está! Cinco veces he leído el famoso pasaje, y, finalmente, para escapar a las miradas maliciosas del padre Tomás, me he arrojado llorando en los brazos de la abuela. El cura se quedó un poco sorprendido por esta conclusión imprevista. ¡Cómo!... ¿Lágrimas?... murmuró levantando las gafas para ver mejor. Sí respondió la abuela, esta niña está muy sensible...
Palabra del Dia
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