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Despues de haber descansado en su aposento en la ALJAFERIA, salió vestido de brocado verde, con ropa rozagante, forrada de armiños. Las mesas, como se ha dicho en el capítulo 5.º, se pusieron en el patio, y en su servicio se emplearon invenciones que no deben pasarse en olvido.

El salón, en lo que toca a las dimensiones, era soberbio, amplio, elevadísimo de techo; ocupaba todos los balcones de la calle de Santa Lucía, exceptuando el del gabinete. La sillería antigua, pero no imitando formas de siglos remotos, como ahora se usa: estaba construida en el pasado al gusto de la época, y forrada de terciopelo verde ya gastado. La alfombra descubría el tejido por varios sitios. De las paredes colgaban algunos tapices magníficos.

A un lado, paredes blancas y charoladas reflejando la luz de los faros eléctricos del techo, y sillones abandonados en larga fila; al lado opuesto, una barandilla forrada de lona, ostentando entre columna y columna, como adorno decorativo, unos rollos salvavidas de color rojo con el nombre del buque pintado en blanco: Goethe.

Lucía miró al cielo, en que brillaban las estrellas, y sintió un frío agudo. Arrodillose en el vestíbulo, y apoyó la cara contra la puerta. En aquel momento se acordaba de una circunstancia pueril; la puerta estaba por dentro forrada de brocado rojo obscuro, de los tonos mates del cuero.

Todos los días vienen de Niza en un landó de dos caballos, y como si no tuviesen bastante con el juego del Casino, se colocan una tabla forrada de verde sobre las rodillas y sacan la baraja. ¡Jugar al poker ante el paisaje de la Cornisa, que las gentes vienen á ver de todas las partes del mundo!... Y nuestro artista, cuando hace el cuarto con los dos ingleses y una vieja miss, pierde ante el Mediterráneo, dorado por la puesta de sol, todo lo que le ha producido algún concierto en Cannes ó en Monte-Carlo.

Buscaron flores naturales; mas no hallándolas, por ser tan impropia de ellas la estación, tejieron una linda corona con flores de tela, escogiendo las más bonitas y las que más se parecían á verdaderas rosas frescas traídas del jardín. Un hombre antipático trajo una caja algo mayor que la de un violín, forrada de seda azul con galones de plata, y por dentro guarnecida de raso blanco.

Esta niña y otras del barrio, bien apañaditas por sus respectivas mamás, peinadas a estilo de maja, con peineta y flores en la cabeza, y sobre los hombros pañuelo de Manila de los que llaman de talle, se reunían en un portal de la calle de Postas para pedir el cuartito para la Cruz de Mayo, el 3 de dicho mes, repicando en una bandeja de plata, junto a una mesilla forrada de damasco rojo.

Estaba ricamente vestido de terciopelo morado, con ropilla de lo mismo, forrada de pieles. Su intemperante condición respondía a su estatura gigantesca. Cuando quería dominar alguna congoja, reventaba uno o dos caballos a fuerza de locas carreras por el camino de Villatoro. El juego era la única pasión que lograba punzarle. Peinaba sin crencha, hacia atrás. Su tez era barrosa y trasnochada.

Le veía igual en todo tiempo, con su levita forrada de seda roja, que parecía siempre la misma y era renovada, sin embargo, cada seis meses. Las estaciones no traían otra mudanza que el convertir el invernal chaleco de terciopelo en otro de seda bordada. Cifraba su principal orgullo en la ropa blanca y en los libros.

No muy lejos del tocador, una silla forrada de reps, sobre la cual descansaban hacinadas varias prendas de vestir, masculinas. Hasta el instante de dar comienzo esta verídica historia, nada más se veía. Esperemos. Suenan por la parte de afuera algunos ruidos matinales que dejan presumir el sitio en que nos hallamos.