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El sitio parecía muy triste en aquella estación, con la greda mojada y barrosa que lo rodeaba y con el agua turbia y rojiza que había alcanzado un alto nivel en la cantera abandonada. Tal fue la primera impresión de Dunstan al acercarse a aquel sitio.

Estaba ricamente vestido de terciopelo morado, con ropilla de lo mismo, forrada de pieles. Su intemperante condición respondía a su estatura gigantesca. Cuando quería dominar alguna congoja, reventaba uno o dos caballos a fuerza de locas carreras por el camino de Villatoro. El juego era la única pasión que lograba punzarle. Peinaba sin crencha, hacia atrás. Su tez era barrosa y trasnochada.

¿Cuándo se casa Luis? le preguntó un día en tono afectadamente distraído el maestrante. Dicen que aún tardará algún tiempo. Necesita arreglar no qué asuntos antes de irse a Madrid respondió con la mayor tranquilidad. ¿Continúa en la Granja? Siempre. No viene más que alguna que otra vez por la tarde, según me ha dicho un día que le hallé en la tienda de Barrosa.

A veces un rayo luminoso pasaba entre el follaje y hacía temblar sobre el libro una medalla de sol. Aquella sombra le sabía a la frescura barrosa que el agua conserva en las alcarrazas. De pronto un rumor de pasos acelerados le hizo levantar la cabeza. Miró. Era Medrano corriendo por el atajo en dirección al caserío. ¿Dónde vais? gritole. El escudero indicó con breve ademán que le siguiese.