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Actualizado: 19 de junio de 2025


Como a unos tres cuartos de legua, en la dirección de Villatoro, habitaba, durante el verano, Urraca Blázquez de San Vicente, con sus dos hijos varones. El marido, Felipe de San Vicente, Comisario del Santo Oficio e individuo del Consejo de las Ordenes, pasaba la mayor parte del año en Madrid. Los dos mancebos eran el azote de aquel rincón de la sierra. Andaban siempre juntos y se aborrecían.

Estaba ricamente vestido de terciopelo morado, con ropilla de lo mismo, forrada de pieles. Su intemperante condición respondía a su estatura gigantesca. Cuando quería dominar alguna congoja, reventaba uno o dos caballos a fuerza de locas carreras por el camino de Villatoro. El juego era la única pasión que lograba punzarle. Peinaba sin crencha, hacia atrás. Su tez era barrosa y trasnochada.

A veces la carraspera le dificultaba el discurso; acercábase entonces a alguno de los braseros y espectoraba sobre las ascuas. Su grande amigo don Enrique Dávila, señor de Navamorcuende y Villatoro, escuchábale absorto y vibrante, con las pupilas inflamadas por la pasión, acabando casi siempre por dejar el asiento y plantarse a pocos pasos de Bracamonte, como hechizado.

El sol chispeaba en la mica de las peñas, en la reja de los arados, en el agua del río, fingiendo como un chubasco de luz, a lo lejos, sobre las sierras de Villatoro. Todo parecía impregnado de claridad y de matutino frescor, hasta el tañer de las campanas, el sonido de los yunques, y el cantar de los tejedores y caldereros en el morisco arrabal de Santiago.

Palabra del Dia

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