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Actualizado: 13 de junio de 2025


Eran dos niñas preciosas, de hermosura delicada y frágil, de esa que luce en la juventud con la belleza enfermiza de una flor de estufa, y luego se disipa en el primer año de matrimonio; rubias, delgadas, quebradizas, porcelanescas. Sus ojos claros lucían demasiado grandes en la delgadez linda y afilada de sus caritas de cera.

Pero, apenas hube pronunciado el nombre de Pütz, saltó de su silla y tiró la pipa contra la estufa, donde se rompió mientras el tabaco se esparcía en chispas. ¡Y si le hubieran visto ustedes la cara! Les habría dado miedo. Morada, hinchada, como si le fuera a dar un ataque.

Cuando entraron al salón artesonado de encina, Godfrey se dejó caer en su sillón, mientras que Nancy, después de haberse quitado su sombrero y su chal, fue a colocarse a su lado junto a la estufa porque no quería separarse de él ni aun algunos minutos. Sin embargo, temía proferir alguna palabra que pudiera rozar los sentimientos de su esposo.

Ella quería saberlo todo, no de aquella tranquila vida interior y regalada, al calor de la estufa, leyendo libros buenos, después de curiosear discretamente por entre las novedades francesas, y estudiar con empeño tanta riqueza artística como París encierra; sino la vida teatral y nerviosa, la vida de museo que en París generalmente se vive, siempre en pie, siempre cansado, siempre adolorido; la vida de las heroínas de teatro, de las gentes que se enseñan, damas que enloquecen, de los nababs que deslumbran con el pródigo empleo de su fortuna.

Representaba para él un placer exquisito dejar que se deslizase el tiempo sentado en un diván que aún parecía guardar la huella del cuerpo de Julio, viendo aquellos lienzos cubiertos de colores por su pincel, acariciado por el calor de una estufa que roncaba dulcemente en un silencio profundo, conventual.

Me has rechazado, Jacobo, cuando estaba dispuesto á servirte. Estoy libre de todo deber respecto á ti. Adiós. Dió tres pasos hacia el salón y ya tocaba con la mano á la puerta cuando esta se abrió por sola y aparecieron Marenval y Vesín. Al mismo tiempo que ellos entró en la estufa un soplo de calor perfumado y un rumor de aplausos. Era que Jenny Hawkins acababa de cantar.

Al abrirse la puerta se oyó a lo lejos el ruido de la servidumbre en la cocina; carcajadas y el run, run de una guitarra tañida con timidez y cierto respeto a los amos; este rumor se mezclaba con otro más apagado, el que venía de la huerta, atravesaba los cristales de la estufa y llegaba al salón como murmullo de un barrio populoso lejano.

Un ligero perfume emanado de su ropa, un olor fino de jabón, flotaba aún en la habitación. Las mismas toallas de las cuales se había servido, todavía colgadas de la pared, formaban, al lado de la estufa de loza, una mancha blanca de fantástica apariencia.

Y mientras Juan Claudio comía, Luisa le miraba afectuosamente. Las llamas se retorcían en la estufa, iluminando con viva luz las vigas bajas, la escalera de madera que quedaba en la obscuridad, el amplio lecho situado al fondo de la alcoba, toda la vivienda, en una palabra, tantas veces animada por el carácter alegre del almadreñero, las canciones de su hija y el ardor del trabajo.

Algunas mañanas, cuando el tibio calor primaveral parecía reconcentrarse en la gran estufa de cristales que, poblada de plantas raras y hojarascas exóticas, se alzaba en el jardín, Josefina y Lázaro se encontraban en ella, fijándose la niña en las camelias que podría cortar para lucirlas a la noche, pensativo el clérigo en sus cavilaciones o abandonado a sus rezos.

Palabra del Dia

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