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El periódico era de corto tamaño y llevaba por nombre, en letras muy gordas, el que se ha puesto al frente de este capítulo, adicionado con esta leyenda: Revista literaria y de altos intereses sociales, políticos y religiosos. La primera plana y gran parte de la segunda, iban atestadas de prosa sarpullida de signos ortográficos, bajo el rótulo de Nuestros ideales. Después versos, ¡muchos versos! Una Melancolía, dedicada «a la distinguida señorita doña I. G.» (la Escribana segunda); un

El pobre chico se quedó viendo visiones. ¿Por qué tal improperio? ¿Dónde, cuándo ni cómo había escandalizado él?... ¡Carape con el dicho... y en mitad de la calle, y a quemarropa!.. Y aunque hubiera escandalizado, ¿qué le importaba a ella?... ¡Vaya con la grandísima!.. Pero ¿no era creíble también que la palabrota que parecía un insulto a él, fuera simplemente una de las dichas por la Escribana en el calor de la riña sorda en que iría empeñada con sus hermanas, como de costumbre?... En fin, no lo entendía; y después de todo, ¿qué más le daba?

Sábese que quien más apretó la dentellada en aquella puja de mordiscos fue la Escribana mayor, que, según fama, se bebía los vientos por el hijo del boticario.

La mayor de las hijas, pensando que caería bien allí un escrupulillo forzado, una atenuación irónica a lo dicho por la madre, apuntó cuatro palabras en este sentido; pero enseguida se las tachó con otra ironía la escribanilla segunda; replicó la primera con una pulla a su hermana; intervino la menor con una zumbita mortificante para las otras dos, y volvieron a salirles a las tres los rosetones encarnados en las mejillas, a temblarles la voz y los labios, y en las manos los abanicos, que crujían y se despedazaban entre los dedos convulsos... La Escribana madre, bien conocedora de aquellos síntomas, para conjurar la tempestad, más o menos sorda, que barruntaba, reía a carcajada seca los dichos de sus hijas, queriendo que los tomaran por chistes Nieves y don Alejandro, que se miraban atónitos delante de aquella singular escena.

Maravillas cantó sus ansias civilizadoras y sus «convicciones positivistas», en demostración de sus grandes deseos de complacer a la Escribana; pero a renglón seguido expuso las dificultades viles y mecánicas que había para realizarlos: una de ellas el desánimo de sus colaboradores para dar el dinero que se necesitaba.

Debajo de la consola una guitarra, a cuyos sones, arrancados por las uñas de la Escribana mayor o de dos «chicos» que alternaban con ella en las noches de reunión, se bailaba; mucho lazo de colores y sendas tiras moldeadas, de latón amarillo, en los cortinajes de las alcobas; las historias, en litografías iluminadas, de Moisés y de Ricardo en Palestina, con marcos revestidos de papel dorado; los indispensables tapetes de gancho en los veladores del gabinete y de la sala, y hasta tres escupideras de caoba, con serrín sobre papel blanco, distribuidas en ambas piezas.

Nieves no mostró el menor deseo de conocer aquella razón, y así quedó el asunto. Un poquito más allá, preguntó a Leto: Y a las Escribanas, ¿las conoce usted? Con esta pregunta se quedó Leto bastante atarugado y algo encendido de mejillas: ¡le había dado tantas bromas el fiscal con la Escribana mayor! Pero se rehízo enseguida, y contestó a Nieves: Otras bachilleras por el estilo.

Consultó la observación con Leto que iba a su lado, y Leto la dijo: Fíjese usted bien, particularmente en la Escribana mayor, que es la que más lo exagera... ¿No cae usted? No caigo. Pues consiste en que han dado todas en la gracia de imitarla a usted en el modo de andar y en el de vestir. Nieves se hizo cruces.

Aquella misma tarde se encontró Leto con las Escribanas yendo él hacia la botica y ellas hacia la Glorieta. Nada tenía esto de particular; pero lo tuvo el que al pasar Leto codo con codo con la Escribana mayor, dijo ésta en voz airada volviendo la cara hacia él, que había saludado muy cortésmente: ¡Escandaloso!

Se sentaron todas después de muchos remilgos de exagerada etiqueta, y la Escribana madre fue quien habló la primera. Se habían creído obligadas a dar la bienvenida y ofrecer sus respetos a los señores de Peleches, no solamente por la posición que ocupaban ellas en la sociedad de Villavieja, «aunque humilde, de alguna importancia», sino por lo íntimo de las relaciones que siempre hubo entre su difunto marido y la casa de Bermúdez. (Puro embuste.) Por otra parte, había entre las personas «propiamente decentes» de allí, verdadera necesidad de cultivar un poco el trato de las gentes bien nacidas y de buena educación, porque «ustedes no saben cómo se va poniendo esto de día en día... ¡atroz! ¡les digo a ustedes que atroz!» Y no estaba la culpa precisamente en el empeño de las de abajo en subirse muy arriba, sino en algunas que por haberse tenido siempre por de lo más cogolludo, no podían sufrir que otras tan buenas como ellas, por donde quiera que se miraran, se pusieran a su lado; y no pudiendo asombrarlas ni siquiera deslucirlas en tanto así... ni competir con ellas, si bien se miraba, en dinero, ni en elegancia, ni en educación, se dejaban pudrir entre cuatro paredones viejos, o andaban al revés de todo el mundo. Y claro estaba: los sitios que dejaban desocupados ellas «en la buena sociedad», los iban ocupando «otras atrevidas del zurriburri»; se hacía de ese modo «una mezcolanza atroz», y luego, las gentes que no entendían mucho de estas cosas, a todas las medían por un mismo rasero. Quería la Escribana madre que Nieves lo tuviera todo muy en cuenta para que no se dejara engañar «por la pinta» y supiera «a quién se arrimaba».