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Calles espaciosas, cómodas, muy bellas algunas, como Broadway o la Tercera Avenida, parques suntuosos, iglesias monumentales, de todos los estilos conocidos, pero nuevecitas, en hoja, acabadas de salir de la caja, edificios soberbios, regulares, todos los progresos de la edilidad moderna, teatros pequeños pero elegantes, ferrocarriles y tranvías en todas direcciones... pero jamás aquellas encrucijadas de París, de Viena y de las ciudades italianas, en las que un viejo balcón saliente detiene la mirada, o un mármol ennegrecido por el tiempo serena el espíritu con la armonía de sus líneas.

Volvíase con el pensamiento a todas partes, como el habitante de la casa incendiada que, cercano a las llamas, busca un escape, un sostén, una cuerda... ¡Ah, cielos divinos! De pronto vio Isidora su cuerda. Acordose de una persona, y la esperanza rieló en la superficie de su ennegrecido espíritu. Era de noche. Al día siguiente pondría en ejecución su pensamiento.

Melchor había advertido el cambio brusco producido en Ricardo, al mismo tiempo que observaba en Lorenzo uno de esos aplanamientos propios de su estado de ánimo y que tan hondamente lo preocupaban; en el espíritu de Ricardo, como en la naturaleza, las sombras se habían ennegrecido ante la luz, y la idea de aquel telegrama, de aquel mensaje de amor y de felicidad, irradiaba en su imaginación como un lampo de luz obnubilante.

En uno de los tramos había, no un candil, sino el sitio de un candil manifestado en una gran chorrera de aceite hacia abajo, una gran chorrera de humo hacia arriba, y en la convergencia de ambas manchas un clavo ennegrecido. Llegaron al segundo, y el militar llamó. Sin duda, alguna persona esperaba con impaciencia, porque la puerta se abrió al momento.

Quien le viese sentado en su escaño de madera ennegrecido por el tiempo y el humo, con un libro entre las piernas y el candil pendiente sobre su cabeza, no podría menos de sentirse sobrecogido de respeto.

Si soy tan mala, es porque la desgracia me ha ulcerado, es porque la injusticia me ha ennegrecido el alma... Yo nací tan dispuesta como ellas, más acaso, para ser buena, amante y caritativa... ¡Oh! ¡Dios mío, los beneficios cuestan poco, cuando uno es rico, y la benevolencia es fácil á los dichosos! ¡Si yo estuviera en su lugar, y ellas en el mío, me odiarían, como yo las odio! ¡Nadie ama á sus amos! ¡Ah! esto es horrible, ¿no es verdad?

En la pendiente de la colina, un campanario, ennegrecido por un incendio, eleva su torre ahumada entre algunas casuchas groseramente agrupadas en anfiteatro, y en los confines de la llanura se ven algunas alquerías con sus huertos y algunas quintas de recreo.

Y cayó otro proyectil, un frasco vacío, que explotó como una bomba. La muchacha echó a correr escalera arriba, a tiempo que salía del comedor misia Casilda, con su cara de muñeca sin expresión, tan rosada y lustrosa que de porcelana parecía, y el pelo partido al medio y recogido detrás de las orejas, ennegrecido y pegado a la frente por el cosmético. ¿Qué hay? ¿qué escándalo es éste?

Le vio de espaldas sobre la roja tierra, con medio cuerpo a la sombra de un naranjo, ennegrecido el suelo con la sangre que salía a borbotones de su cabeza destrozada. Los insectos, brillando al sol como botones de oro, balanceábanse ebrios de azahar en torno de sus sangrientos labios. El discípulo se mesó los cabellos. ¡Recristo! ¿Así se mataba a los hombres que son hombres?

Llegaron por fin a la calle de Zurita y se metieron en una herrería, grande, negra, el piso cubierto de carbón, toda llena de humo y de ruido. El dueño del establecimiento avanzó a recibir a la señora, con su mandil de cuero ennegrecido, la cara sudorosa y tiznada, y quitándose la porra, le dio sus excusas por no haber entregado los clavos bellotes.