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No era tan bruto como le creían. Había consultado a un abogado de Valencia, que se había reído de él y del indulto. Tenía que dejarse coger, cargarse con paciencia los doscientos o trescientos años que podrían salirle en innumerables sentencias, y cuando hubiese extinguido una parte de presidio, como quien dice de aquí a cien años, podría venir el tal indulto. ¡Recristo!

Le vio de espaldas sobre la roja tierra, con medio cuerpo a la sombra de un naranjo, ennegrecido el suelo con la sangre que salía a borbotones de su cabeza destrozada. Los insectos, brillando al sol como botones de oro, balanceábanse ebrios de azahar en torno de sus sangrientos labios. El discípulo se mesó los cabellos. ¡Recristo! ¿Así se mataba a los hombres que son hombres?

Y á los pocos pasos lo vió caído sobre sus ancas, enganchado aún al arado, pero intentando en vano levantarse, tendiendo su cuello, relinchando dolorosamente, mientras de su costado, junto á una pata delantera, manaba lentamente un líquido negruzco, del que se iban empapando los surcos recién abiertos. Se lo habían herido; tal vez iba á morir. ¡Recristo!

Oyó sordos crujidos como de cañas que estallan lamidas por la llama, y hasta vió danzar las chispas agarrándose como moscas de fuego á la cortina de cretona que cerraba el cuarto. Sonó un ladrido desesperado, interminable, como un esquilón sonando á rebato. ¡Recristo!... La convicción de la realidad, asaltándole de pronto, pareció enloquecerle. ¡Teresa! ¡Teresa!... ¡Amunt!