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Actualizado: 7 de mayo de 2025
Ni había vuelto Chisco, ni por allí había pasado alma viviente que diera cuenta de él ni de los otros. Y a todo esto, mi tío echándole ya en falta y Facia y Tona y yo viéndonos negros para ocultarle la verdad de lo que ocurría, y la nieve espesando, y avanzando las tinieblas de la noche... ¡Dios eterno, qué anhelación la mía!
Soledad le cogió de la mano, le condujo suavemente hasta el ángulo más oscuro de la tienda y, echándole los brazos al cuello, le dijo: Se me ofrece esto. Y al mismo tiempo cubrió de apasionados besos su rostro. El guapo se dejó besar con condescendencia.
¡Suba el cañón, D. Cristóbal, suba el cañón! dijo el indiano echándole una mirada torva. ¿Cómo? ¿Tiene usted más?... Me alegro... Yo hablo por lo que dice la gente... Tengo quinientos mil pesos sin quitar un lápiz. Los tres amigos cambiaron una mirada significativa. Manuel Antonio, no pudiendo contener la risa, le abrazó exclamando: ¡Bien, Santos, bien! Eso del lápiz me enternece.
Después solía pasar al gabinete con Mendoza, quien le seguía, embargado por el susto y el respeto. Al poco rato se oía la voz cascada del general dictando alguna orden o «echándole una chillería,» como se decía en la redacción. ¡Caramba, Mendoza, no me llamen VV. tantas veces ilustre a Serrano! Ya me tienen VV. de ilustración hasta el cogote.
Dió algunas excusas, empujó por un lado, abrió brecha por otro; pero aun así no consiguió verse completamente libre, porque el barbero, echándole el brazo por encima y hablando en voz baja con la actitud y tono confidencialmente misterioso que cuadra á dos grandes hombres al comunicarse una idea que ha de salvar al mundo, dijo: Yo, señor don Lázaro, tengo todo este barrio por mío. ¿A usted le han dado órdenes para que mande aquí?
Pues, amigo Suárez dije echándole el brazo por encima del hombro, en un rapto de expansión, todavía puede remediarse todo. El malagueño volvió hacia mí la cabeza un poco sorprendido. Aún puede remediarse, porque la hermana no parece muy dispuesta a consagrarse a Dios por toda la vida. ¿De veras? preguntó con acento indefinible, sonriendo como a la fuerza.
El círculo en que le tenían se estrechaba cada vez más; el desdichado joven vió cien manos sobre su cuerpo; se sintió cogido, como si una culebra se le enroscara echándole fuertes nudos y apretándole en sus robustos anillos. El vocerío, el calor, la angustia, la vergüenza, le aturdieron hasta el punto de hacerle perder la claridad del conocimiento.
Feliz con sentir el traje de Amparo rozando con sus piernas, echándole de vez en cuando miradas intensas de apasionado deseo, acudiendo a servirla con solicitud de esclavo medroso, se apretaba a veces más de la cuenta contra su ídolo, acometido de rabiosa pasión. Cuando esto sucedía, el ídolo le arrimaba por debajo de la mesa crueles taconazos y pellizcos que le volvían a la razón.
Esta idea, a pesar de ser tan alta, fue muy inteligible para Fortunata, a quien se acercó Guillermina, y echándole el brazo por los hombros, la apretó suavemente contra sí. Nunca, en tiempo alguno, ni en el confesionario, había sentido la prójima su corazón con tantas ganas de desbordarse, arrojando fuera cuanto en él existía.
Juan Antonio había claveteado las flores de trapo al borde de los lienzos de damasco, formando como un marco. Resultaba un conjunto bonito y muy simpático, y así lo declaró la señora, echándole sus gafas. Luego cubrieron la mesa con una colcha muy hermosa que la comandanta, mujer de gran habilidad, había hecho para rifarla. Era de cuadros de malla, combinados con otros cuadros de peluche carmesí.
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