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La sonrisa despreciativa del presbítero le enrojecía la cara como una bofetada. Dígale usted ahora, padre profirió Godofredo, que yo, en este asunto, no he hecho más que acatar los consejos de mi confesor. Los consejos no; los mandatos chilló Laguardia. Yo, como su director espiritual, le he ordenado renunciar a ese matrimonio. que se ha hecho violencia para ello. ¡Tanto más meritorio!

Sean Vds. felices ¡qué diantre! ya era tiempo, porque los dos se estaban muriendo por no querer confesarlo. Acérquese Vd., Pablo, a su amada, y dígale que es Vd. el hombre más feliz de la tierra: aparte Vd. esas manos, hermosa Carmen, y deje a este muchacho que lea en esos lindos ojos todo el amor que Vd. le tiene; y que el juez y el señor cura se den prisa por concluir este asunto.

Enrique y Miguel se miraron y sonrieron como cazurros; pero estaban un poco pálidos. A ver dijo doña Martina al criado, suba usted al cuarto de la señorita y dígale que ya estamos a la mesa. No hubo necesidad. En aquel momento apareció Eulalia, toda sofocada, con los ojos llorosos y una jofaina entre las manos. ¿Qué es eso? preguntó doña Martina con sorpresa.

Dígale usted replicó la esposa en voz más baja y expresándose con mucha dificultad ; dígale usted que no he venido, porque me marcharé en cuanto sea de día. Yo no entiendo una palabra... ¡qué ha pasado, Santo Dios!... ¿Quién maltrató a Maxi? Fortunata dio un gran suspiro. «¡Qué farsa! Voy a dar parte a la justicia. Veremos si al juez le contesta de esa manera.

«Dígale por Dios a la Superiora que estoy arrepentida y que me perdone... que yo cuando me da el toque y me pongo a despotricar soy un papagayo, y la lengua se lo dice sola. Sáqueme pronto de aquí, y trabajaré como nunca, y si me mandan fregar toda la casa de arriba a abajo, la fregaré.

¿Así va usted a casarse con el conde de Villanera? ¡Claro! ¿Y yo? ¿Usted, buen hombre? Vaya a consolar a su mujer; por ahí debería haber empezado. ¿Y qué voy a decirle? Dígale lo que quiera. Adiós; tengo que hacer mis baúles. ¿Tiene usted necesidad de dinero? El duque hizo un gesto de disgusto que advirtió la señora Chermidy. ¿Es que le repugna nuestro dinero? ¡A su gusto! no le daremos más.

¿Qué tiene? pregunté avanzando muy serio, con el objeto de no espantarla y obligarla a detenerse. No ... Cosas de mujeres cuando nos hacemos viejas, ¿sabe usted? respondió con desenfado. Pues dígale que si necesita mis servicios, tendré mucho gusto en prestárselos. Soy médico. ¡Ah! ¿Es usted médico? Pues ya tiene obra en que poner las manos.

Dígale al señor de Villanera que soy su servidor. A mi hija podré enterrarla tal vez, pero no venderla. Señor duque, realmente lo que propongo a usted es un negocio, pero si yo lo creyese indigno de un caballero, no hubiera intervenido en él, puede creerme. ¡Pardiez! doctor, cada uno entiende el honor a su manera.

Nada, tía; que si por fuera... ¡no me iría yo!... ¿Cuándo vuelves? El domingo.... Pediré licencia. , , ven.... ¡Mira que estoy sola, muy sola!... Dígale usted a Andrés que venga todas las noches.... ¡No dejes de venir el domingo! Aquí estaré. No quise irme sin hablar con Sarmiento. Le hallé en su casa.

La moribunda se incorporó entonces, desgreñada, medio desnuda, con los hombros de esqueleto descubiertos, y sus ojos despedían llamas mientras sus labios, contraídos, se retorcían en una mueca espantosa. Elena retrocedió instintivamente. Dígale usted que deje a esa mujer agonizar en paz murmuró Luciana a mi oído. Hace mal en atormentarla así. Yo también pensaba que Elena hacía mal.