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Actualizado: 13 de noviembre de 2025


Mientras tanto, procuraba la marquesa sosegar a Diógenes, diciéndole que había mandado a toda prisa a Loyola por un padre jesuita, que debía de llegar de un momento a otro. Diógenes exclamó: Con ellos me eduqué... Pero no lo digo nunca... ¡Los deshonro!...

Azoróse el tío Frasquito al verse solo y sin defensa en las garras de Diógenes, y procuró encubrir sus temores, acogiéndole humilde, sonriente, cariñoso, llamándole Perriquito, y ofreciéndole ricos cigarros que él no fumaba nunca, pero llevaba siempre a prevención para casos apurados.

A semejanza de Diógenes, siempre andaba buscando un hombre. ¿Blanca? La hermosura sin alma, la coquetería sin delicadeza. Poseía la ciencia de vestirse e ignoraba el arte de desnudarse. Margarita..., Paz..., Asunción...; profesionales vulgares que no sabían más que entregarse como insensible mercancía a tantos o cuantos duros vista. ¡No! Ninguna le servía.

Y sin perder un momento, púsose a escribir a la marquesa de Villasis, dándole un juicio sobre los planes de Jacobo, que coincidía por completo con el dado ya por Diógenes, suplicándole que evitase a toda costa que Elvira y su marido se viesen, a fin de que este no pudiera engañarla, y encargándole también, con grandes instancias, que ahuyentara para siempre con algún recurso de su femenil ingenio a aquel desdichado que pretendía explotar a su infeliz mujer, con grave riesgo de su inocente hijo.

Diógenes abrió los ojos y le pareció encontrarse mucho mejor; incorporóse un poco y creyó hallarse bien del todo: su cabeza estaba despejada, sus miembros débiles, pero ágiles; hasta le pareció sentir un poco de hambre, hasta le ocurrió pedir para desayunarse una gran copa de ginebra con su par de terrones de azúcar.

Miróle Diógenes un momento de hito en hito, pensando sin duda que más presto se conoce la necedad o el talento de un hombre por sus preguntas que por sus respuestas, y díjole al cabo: ¡Ya lo creo!... Ven acá... Y llevándole frente a un espejo, y cogiéndole con una mano por el cogote, diole con la otra una gran palmada en la cabeza, añadiendo muy serio: Aquí tienes a la madre...

Diógenes cerró los ojos, sosegado y tranquilo, como el niño que se duerme a la vista de su madre... Al cabo de un gran rato, dijo: María..., no me acuerdo del Credo... ¿Cómo era aquello?... «Subió a los cielos y está sentado...» ¿Dónde está sentado?... «A la diestra de Dios Padre» dijo sonriendo la marquesa.

Volvióse indignado y sorprendido, y vio inclinada sobre la suya la gran cabezota de Diógenes, que, sonriendo y babeando, le decía amorosamente: ¡Francesca mía!... ¡Si soy yo, Paolo!... Verde de ira y amarillo de miedo púsose Francesca, cual si viese asomar por detrás de Paolo la sombra siniestra de Gianciotto, y gruñó entre dientes: ¡Qué cosas tienes!... De verras que erres pesado...

¡Diógenes!... ¿ aquí? exclamó Jacobo, volviéndose muy sorprendido y alborozado y estrechándole ambas manos con gran cariño. Mas Diógenes, sacudiendo la gran cabeza y dándole palmadas en la espalda, dijo sentenciosamente: El hombre que nace pobre Con el frío es comparado: Todos le huyen el cuerpo, No les suelte un resfriado. ¡Falso, falsísimo! gritó Jacobo riendo . Ni has nacido pobre, ni...

Y Diógenes, el cínico Diógenes, que se burlaba de la opinión del mundo entero y hacía gala de revolcarse en los más inmundos lodazales, sintió, ante la repugnancia de aquel ángel, que una gran vergüenza invadía su corazón y subía hasta su frente, tiñéndola de carmín, y asomaba a sus ojos llenándolos de lágrimas... Por tres días enteros estuvo sin beber una copa; al cuarto, rindióle el vicio otra vez; mas jamás volvió a besar a la niña.

Palabra del Dia

farfantona

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