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Actualizado: 7 de junio de 2025
A cuyo tiempo rompieron el ataque del Cerro del Azogue, y reconociendo era muy dificultoso defenderle, se mandó abandonar, é inmediatamente le ocupó el enemigo, que parece no esperaba mas que posesionarse de él para comenzar el ataque del pueblo, porque á las diez de la mañana del dia siguiente se puso en movimiento con ademan de bajar de las eminencias, haciendo jactanciosa ostentacion de su multitud, con extenderse por las faldas de los montes que se presentaban á la vista.
Tan decidido que estaba, hacía poco, a defenderle, y ahora de buena gana le hubiera mordido. ¡Sacramento! Una oleada les separó y Esteven desapareció en el torbellino, siempre sonriendo, como hombre satisfecho de sí mismo y de los demás. O era un gran farsante o, efectivamente, la quiebra de Schlingen no le había tocado sino de refilón.
La joven se levantó ligeramente de su sillón y replicó: Señor conde, se lo diré á usted cuando me haya explicado por qué dejó condenar, sin defenderle, á su amigo Jacobo de Freneuse... Sorege hizo un gesto desdeñoso. ¡Ah! ¿Volvemos á eso? Pues pregúnteselo usted á el mismo.
No te asombres, hija, que bien conocerás por lo que voy a decirte que mi cabeza está buena, tan buena como nunca lo estuvo. Qué, ¿no lo crees?». Fortunata no sabía si creerlo o no. Su miedo no se había extinguido, y esperaba que tras aquellas palabras tranquilas, vinieran otras airadas y sin pies ni cabeza. No dijo nada, y siguió protegiendo a su hijo, en actitud de defenderle al primer ataque.
El sol se hallaba próximo a su ocaso, la temperatura era agradable y en el cielo no se veía ni una nube. De pronto interrumpió el silencio de los campos un lamento triste, prolongado, que al parecer salía de la débil garganta de un niño. Juanito y Polonia se miraron; el perro Fortuna gruñó sordamente y se acercó a su amo como dispuesto a defenderle. ¿Has oído, Polonia? preguntó Juanito.
Sola no sabía qué decir. Las palabras que oía revelaban tal convicción y D. Benigno le infundía tanto respeto, que no se atrevió a contestarle ni a defenderle contra su buen sentido. Pensó primero que debía insistir en lo del matrimonio; pero afortunadamente desistió de una idea que habría sido impropia.
Luego, cuando la estruendosa caída del privado, y aun después de la fuga, el caballero avilés, fiel a sus principios de lealtad, fue quizás el único palaciego que osara defenderle. Esto bastó. Una consigna sigilosa bajó de lo alto. Se le hizo sufrir toda suerte de humillaciones, se le postergó en las ceremonias, se le vejó ante las damas, sus memoriales fueron a dar a los braseros.
Tres caballeros de la casa de D. Raimundo estaban prontos a sostener la acusación en palenque abierto contra los defensores de D. Fruela, el cual había apelado al Juicio de Dios. Pero D. Raimundo era tan poderoso y temido, y por su inaudita soberbia era D. Fruela tan odiado, que nadie acudía a defenderle. Sólo faltaban tres días para expirar el plazo.
Además se complacía en defenderle en todas partes y a boca llena le apellidaba el primer poeta español de su siglo. Un día fue invitado para la velada que en honor suyo debía celebrarse al día siguiente en el salón paraninfo de la Universidad. Como admirador, como discípulo y amigo íntimo, ocupó un puesto en primera fila, «entre los alabarderos» como él mismo decía riendo a su maestro.
Viendo D. Alvaro este gran desorden, hizo echar bando que cualquiera que matase uno destos que se iban al campo de los turcos, le diesen seis escudos, y así mataron algunos, y así no se huían tantos, y acaeció alguna vez que yendo á matar á los que se iban huyendo desta manera, los que iban tras ellos con sus armas para matallos, se huían también y se pasaban á los turcos, y había muchos que deseaban esta ocasión para huirse; y como los turcos vieron que los cristianos mataban aquéllos que se pasaban á su campo, en saliendo alguno, venían prestamente á defenderle, y al que tomaban á la hora le vendían, y ningún día había que entre día y noche que así de las galeras como del fuerte no se huyesen de 25 hasta 30 hombres, y destos, porque los turcos tenían relación cada hora de lo que se hacía de dentro del fuerte y en las galeras, y habían de mar y tierra aviso de todo, y la causa porque se huían era porque no les bastaba el agua que les daban, y porque era salada y les ponía más sed, y eran forzados de escoger este partido de irse con gran peligro de su vida á beber del agua de la gruta, la cual asimismo era salada, mas tan fresca, que con todo eso bebían hasta hartarse; mas pocos de éstos escapaban, y tenían por menos mal éstos ser captivos, que verse morir sin tener otro remedio, y no había día que por falta del agua de los enfermos y heridos no muriesen 25 ó 30 personas, y vinieron á comer los asnos y los caballos de una compañía que allí quedó, de la cual era capitán Bernardo de Quirós, y asimismo comieron los camellos que habían tomado á los moros, y una gallina se vendía por siete escudos, y no se hallaba, para los enfermos y heridos, y un cuartucho de agua de la cisterna se vendía, vez había, por medio escudo ó uno de oro.
Palabra del Dia
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