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Actualizado: 29 de mayo de 2025


Desde la noche de invierno cuando la encontré caída a la orilla del camino real en Helpstone, hasta este mismo momento, se habían ido sucediendo y amontonando misterios sobre misterios, secretos sobre secretos, hasta que, con la muerte de Blair y el paquete de pequeñas cartas que tan curiosamente me había legado, el problema había asumido gigantescas proporciones.

Hablaban en voz baja, solos en un rincón del atrio de la iglesia, mientras les miraba curiosamente una mujer que en la escalinata vendía estampas, caras de Dios con marco de estaño, chufas, majuelas y torraos.

Para él, el jardín de la catedral de Toledo resultaba el más hermoso de los jardines, por ser el primero que había visto en su vida. Los pordioseros sentados en los escalones de la puerta le miraban curiosamente, sin atreverse a tenderle la mano.

A estas horas, el estudiante, no creyendo su buen suceso, y deshollinando con el vestido y los ojos el zaquizamí, admiraba la región donde había arribado por las extranjeras extravagancias de que estaba adornada la tal espelunca, cuyo avariento farol era un candil de garabato que descubría sobre una mesa antigua de cadena papeles infinitos, mal compuestos y desordenados, escritos de caracteres matemáticos, unas efemérides abiertas, dos esferas y algunos compases y cuadrantes, ciertas señales de que vivía en el cuarto de más abajo algún astrólogo, dueño de aquella confusa oficina y embustera ciencia; y llegándose don Cleofás curiosamente como quien profesaba letras y era algo inclinado a aquella profesión , a revolver los trastos astrológicos, oyó un suspiro entre ellos mismos, que pareciéndole imaginación o ilusión de la noche, pasó adelante con la intención, papeleando los memoriales de Euclides y embelecos de Copérnico; escuchando segunda vez repetir el suspiro, entonces, pareciéndole que no era engaño de la fantasía sino verdad que se había venido por los oídos, dijo con desgarro y ademán de estudiante valiente: " ¿Quién diablos suspira aquí?"

Cuando se hubieron sosegado un poco, vinieron hacia él y le examinaron curiosamente. ¿Pero cómo diablo te ha dado la ocurrencia de ponerte así? ¿Te ha visto tu padre? No: me he ido a vestir a casa de un amigo: tengo allí el traje... Pues si te ve, de fijo le da un ataque. ¿Y a qué asunto te has vestido hoy de chulo? ¡Toma! ¿no sabes que se abre la temporada?

Su casa, junto a Santiago del Arrabal, estaba curiosamente alhajada. Años atrás, solía reunir en ella a sus amigos en animados banquetes, ennoblecidos por el encanto de la música, según el uso de Italia; pero, últimamente, una extraña tristeza, un desapego de todos los halagos del mundo, un creciente anhelo de terminar su vida en las órdenes, le iban ganando el corazón y el cerebro.

Parecíame ver aquellas pobres casas adornadas con sus Nacimientos y animadas por la alegría de la familia: recordaba la pequeña iglesia iluminada, dejando ver desde el pórtico el precioso Belén, curiosamente levantado en el altar mayor: parecíame oir los armoniosos repiques que resonaban en el campanario, medio derruido, convocando a los fieles a la misa de gallo, y aun escuchaba con el corazón palpitante la dulce voz de mi pobre y virtuoso padre, excitándonos a mis hermanos y a a arreglarnos pronto para dirigirnos a la iglesia, a fin de llegar a tiempo; y aun sentía la mano de mi buena y santa madre tomar la mía para conducirme al oficio.

Vamos, niña dice la madre, robusta e impávida matrona, a quien nadie oprime nada, y cuya despedida no es la primera ni la última, ¿a qué vienen esos llantos? No parece sino que nos vamos del mundo. Un militar que va solo examina curiosamente las compañeras de viaje; en su aire determinado se conoce que ha viajado y que conoce a fondo todas las ventajas de la presión de una diligencia.

Otras veces dirigíanse a la estación del Empalme, si se anunciaba algún encajonamiento de toros para las plazas que daban corridas extraordinarias a fines de invierno. Doña Sol examinaba curiosamente este lugar, el más importante centro de exportación de la industria taurina. Eran extensos corrales inmediatos a la vía férrea.

Se sentó en un asiento bajo, casi a los pies de la señora d'Ornay, y miró curiosamente a su alrededor; lo que, visto por la linda Mabel, la hizo exclamar: ¡Pone usted ojos de notario ejecutor, amigo mío! ¿Qué quiere usted inventariar? El literato transportó su mirada sobre la linda persona que cubierta de terciopelo y azabache, se movía entre crujidos de seda.

Palabra del Dia

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