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Actualizado: 27 de julio de 2025
Su casa, junto a Santiago del Arrabal, estaba curiosamente alhajada. Años atrás, solía reunir en ella a sus amigos en animados banquetes, ennoblecidos por el encanto de la música, según el uso de Italia; pero, últimamente, una extraña tristeza, un desapego de todos los halagos del mundo, un creciente anhelo de terminar su vida en las órdenes, le iban ganando el corazón y el cerebro.
Beatriz, a pesar de su amargo desapego a todo, aceptó la idea con algún interés. Pero objetó a su amiga , ¿cómo pedir semejante favor a ese caballero?... Yo nunca me atreveré. Podrías replicóle la vizcondesa rogar al señor de Pierrepont que se encargara de hablarle. No dijo Beatriz ; el señor de Pierrepont podría disgustar a su tía dando ese paso.
Este desapego de la carne, este odio de la bestia nunca lo había sentido el joven sacerdote. En vano se lo había querido inculcar su director espiritual, en vano había trabajado toda su vida por adquirirlo. Todo fue inútil. Las penitencias corporales le dolían, le aterraban de tal modo que apenas comenzadas tenía que suspenderlas.
Ya el cuerpo de la sarracena le dejaba en el sentido un olor imaginario de untura brujeril y de husmo. Con qué goce tan grande comenzó a experimentar los primeros impulsos de desapego. Rabiosa fruición de tortura se mezclaba ahora a todas sus caricias.
Palabra del Dia
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