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Pues bien, es muy posible que á estas horas don Rodrigo Calderón esté en la eternidad. ¡Dios mío! exclamó el bufón . ¡Pero estáis seguro, don Francisco! Lo que deciros es que ese mancebo, que sabe lo que se hace cuando da un golpe, acaba de reñir con él y de tenderle cuando entró en palacio. ¡Ah! ¡ah! ¡han encontrado quien les haga el negocio de balde!

La diosa, vencida de tanta humildad, solía tenderle una mano y levantarle haciéndole jurar que no volvería más a quebrantar sus preceptos. De muy buen grado lo haría Miguel si no se huyeran de este modo los misteriosos deleites que gozaba en sus enojos.

Sin tenderle siquiera la mano, se escapó, bajando rápidamente las gradas del pórtico. «Si toco su mano, pensaba, estoy perdido, descubro mi secreto.» ¡Su secreto! El no sabía que Bettina leía en su corazón como en un libro abierto. Cuando llegó a la puerta, tuvo un breve momento de hesitación. Tenía esta frase en los labios: «¡Os amo! ¡os adoro! ¡Y por eso no quiero volver a veros

La vieja le saludaba con cariño y respeto, viendo en él la gloria de la familia. Sus ojos lacrimosos y enrojecidos le miraban acariciadores, pero al mismo tiempo no se atrevía a tenderle los brazos, a poner en él sus manos negras y huesosas, con los dedos cargados de sortijas de latón. Su nariz de bruja y su barbilla saliente asomaban bajo un pañuelo rojo que la oprimía las sienes.

Antes que el joven tenga tiempo de tenderle la mano para ayudarla, ella pasa, rápida como un lagarto, por entre las piedras del cerco. Ya estoy aquí dice arreglando con la mano los pliegues de su falda.

Pero la llamaron. Entró temblando al salón. Aquí la tiene usted, dijo con su habitual tono distinguido y amable la señora González, dirigiéndose a Muñoz. Adriana, lentamente, fue a tenderle la mano, pero en seguida murmuró, ajustándose el sombrero con nervioso apuro: ¡Qué tarde es! Ya no podría quedarme un rato más.

Comprenda bien, Mabel, que no deseo hacer méritos por lo pasado, ahora que su padre no existe y se encuentra usted sola. Comprenda también, desde el principio, que al tenderle mi mano lo hago como amigo sincero, lo mismo que lo haría con Reginaldo, mi antiguo condiscípulo y mejor amigo, y que, en adelante, defenderé sus intereses como si fuesen los míos propios. Y, entonces, le tendí mi mano.

El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos, y tambaleando y como pudo llegó á la tumba, y aproximóse á la estatua; pero al tenderle los brazos, resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca y nariz había caído desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro. Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían á dar un paso para prestarle socorro.

Los dioses del Olimpo no pudieron salvarla del furor de César: el Profeta la ha visto morir sin tenderle una mano desde su sepulcro: Cristo la ha entregado al hambre y á la peste cuando no la ha envuelto en los horrores de la guerra. Su destino ha sido el mismo bajo todas las religiones; y ella sin embargo ha sido bajo todas creyente.

He jurado no tenderle la mano aunque la vea con agua al cuello. Si fuese como Dios manda, una persona arregladita y económica, la sangre de mis venas le daría; pero a una derrochadora, que sólo se acuerda de su hermano en los apuros, y cuando tiene cuatro cuartos desprecia sus consejos, a ésa no le doy ni esto.