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Actualizado: 19 de octubre de 2025


Por otra parte, tengo motivo para sentir esta noche un contento tal, que no deja lugar alguno en mi corazón para la hostilidad ó el rencor. En fin, obedezco á órdenes, que deben serme más que nunca sagradas. En resumen, vengo á tenderle la mano. Saludéle con gravedad, y le tomé la mano. Ahora agregó, sentándose me hallo más desahogado para desempeñar mi embajada.

Subió lentamente la escalera, reflexionando sobre la amable sorpresa que le había hecho la condesa, y su modo astuto de ofrecerle con mucho énfasis una donación que podía retirarle al día siguiente. ¿Qué hábil maniobra ocultaba aquello? ¿Quería la señora de Bruinsteen tenderle una celada? ¿Buscaba algún medio de impedir su casamiento con Marta? ¿Cómo sabía la condesa que poseía títulos de renta? ¿Quién le había dicho que sus papeles estaban encerrados en el cofre de hierro?

Creí que las lágrimas que me esforzaba en reprimir, iban a ahogarme. Vi que no podría contenerme por más tiempo, y me levanté bruscamente. Buenas noches, Roberto dije, sin tenderle la mano. Estoy extenuada, necesito acostarme; deja, un criado me indicará el camino. ¡Deja, te digo! Grité esas últimas palabras como impulsada por el enojo: él se detuvo, cortado.

Se dejó caer en el rincón de un sofá y miró a la puerta, pues esperaba, en sus adentros, que Olga hubiera visto su coche a la entrada, y bajara para tenderle la mano. No tardó en impacientarse. ¿Y si Olga había ido a la granja? Pero no; ella sabía que él debía venir para hablar con sus padres. Por fin se decidió: «Voy a ir a llamar a su puerta,» y se levantó.

Ortiz de Pinedo por crear seres humanos peores que los que en realidad existen; peca porque aparta del lado, y digámoslo así, de la esfera de acción y de pasión de la heroína de su novela a quien ha decidido hundir en la más negra sima a todo hombre y a toda mujer capaz de sentir por ella un noble y desinteresado afecto que pueda, sepa y quiera darle buenos consejos, prever el precipicio en que va a caer y sostenerla para que no caiga, tenderle una mano cariñosa y fuerte para levantarla de su caída o sostenerla al menos en su ya irremediable infortunio.

¡Y si ella lo quisiera!... ¿Lo querría? Nébel, para dilucidarlo, confiaba mucho más que en el ramo de su pecho, en la precipitación aturdida con que la joven había buscado algo para darle. Evocaba claramente el brillo de sus ojos cuando lo vió llegar corriendo, la inquieta espectativa con que lo esperó, y en otro orden, la morbidez del joven pecho, al tenderle el ramo. ¡Y ahora, concluído!

En el boj que bordeaba el camino, tropezaba Lorenzo a cada paso, al mismo tiempo que esquivaba, al tacto, las guías con flores que los rosales parecían tenderle como para brindarle las galas de sus productos.

Para él, el jardín de la catedral de Toledo resultaba el más hermoso de los jardines, por ser el primero que había visto en su vida. Los pordioseros sentados en los escalones de la puerta le miraban curiosamente, sin atreverse a tenderle la mano.

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