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Actualizado: 29 de junio de 2025
Sobre la cabecera de su cama colgaba un crucifijo labrado en marfil. Había en la habitación dos cuadros cuyo asunto era triste. Uno de ellos, titulado "L'Oubliée", figuraba dos amantes que se besaban cerrando los ojos mientras la muerte, un fantasma vago, invisible para ellos, se acercaba a contemplarles.
El silencio le llenaba los oídos con un gran eco vago. De pronto, pasmada, vio brillar en el aire un crucifijo; encima, una blancura fue tomando forma de dos manos juntas; asomó la palidez de una frente, ¡la cara de la abuela mística! Era su estatura extrañamente alta y traía un largo vestido diáfano. De sus manos juntas colgaba oscilando el crucifijo.
Al pensar que la sarracena iba a pasar junto a él dentro de breves instantes, Ramiro hundió la mano en la faltriquera y asió fuertemente su crucifijo de bronce. Encabezaban el desfile los soldados de la fe, orgullosos de las plumas flamantes de sus chapeos y de las doradas cadenas de alquimia que les prestaba el Santísimo Tribunal.
Hacía calor donde estábamos sentados, porque el brillante sol italiano caía de plano sobre nosotros; por lo tanto, sin responderme, se levantó y nos invitó a entrar en su pequeña celda fresca, pieza cuadrada y desnuda, con piso de tabla, cuyo mobiliario se componía de una cama de madera, baja y anticuada, con un pedazo de una vieja colcha obscura por cobertor, un priedieu Renacimiento, de roble antiguo tallado, ennegrecido por el uso y el tiempo, una silla, una lámpara de colgar, y en la pared un gran crucifijo.
Desolada melancolía bañó de pronto la imponente rudeza de la muralla. Ramiro imaginó que las torres se sucedían a espacios iguales, como los paternoster del rosario; que las almenas figuraban las avemarías, y la Catedral, con su saliente cimborio, el hueco crucifijo lleno de reliquias de santos y caballeros.
Echó una mirada hacia atrás y vio que la hermosa monja penetraba en el coro y se arrodillaba cerca de la reja; y sin reparar en lo que hacía se dirigió a ella, diciéndole con voz temblorosa: «Madre, ¿me deja usted una mano para que la bese?» La monja le hizo una seña graciosa de que no podía ser, pero levantándose le tendió el crucifijo de su rosario con sonrisa tan dulce y protectora que María, al besarlo, sintiose profundamente conmovida.
¡Sí!... ¡Sí me acuerdo! exclamó Diógenes con una gran voz, estrechando entre las suyas, sin soltar el crucifijo, aquella mano helada de esqueleto, que llevó con gran vehemencia a sus labios. El viejo, con su serena sonrisa de niño, volvió el rostro hacia su compañero, diciendo con satisfacción íntima: ¡Se acuerda..., se acuerda!... ¡Bien lo decía yo!... ¡Sí, por cierto!
Aquí un candelabro; allá un ramo de flores; subir un poco más esa lámpara; poner derecha la corona a esa Virgen... En lo interior del convento también reinaba agitación. Un grupo de monjas contemplaba, desde la puerta de una celda, cómo otra compañera daba la última mano al pobre lecho que estaba arreglando, después de haber colgado el crucifijo reglamentario sobre la cabecera.
Amén.» El clérigo lleva en las manos un enorme crucifijo; su sombra se extiende, deformada, por las anchas paredes blancas; arriba, en los altos ventanales, se apagan, imperceptibles, los últimos clarores del crepúsculo. Azorín ha salido de la iglesia. Creo que ha obrado prudentemente, dado que era ya un poco tarde. Y vea el lector cómo en los pueblos siempre es tarde.
Y, diciendo esto, sacó del pecho un crucifijo de metal, y con muchas lágrimas juró por el Dios que aquella imagen representaba, en quien él, aunque pecador y malo, bien y fielmente creía, de guardarnos lealtad y secreto en todo cuanto quisiésemos descubrirle, porque le parecía, y casi adevinaba que, por medio de aquella que aquel papel había escrito, había él y todos nosotros de tener libertad, y verse él en lo que tanto deseaba, que era reducirse al gremio de la Santa Iglesia, su madre, de quien como miembro podrido estaba dividido y apartado por su ignorancia y pecado.
Palabra del Dia
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