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Actualizado: 18 de junio de 2025
Y así llegaron los cuatro ciegos al palacio del rajá, que era por fuera como un castillo, y por dentro como una caja de piedras preciosas, lleno todo de cojines y de colgaduras, y el techo bordado, y las paredes con florones de esmeraldas y zafiros, y las sillas de marfil, y el trono del rajá de marfil y de oro. «Venimos, señor rajá, a que nos deje ver con nuestras manos, que son los ojos de los pobres ciegos, cómo es de figura un elefante manso.» «Los ciegos son santos», dijo el rajá, «los hombres que desean saber son santos: los hombres deben aprenderlo todo por sí mismos, y no creer sin preguntar, ni hablar sin entender, ni pensar como esclavos lo que les mandan pensar otros: vayan los cuatro ciegos a ver con sus manos el elefante manso.» Echaron a correr los cuatro, como si les hubiera vuelto de repente la vista: uno cayó de nariz sobre las gradas del trono del rajá: otro dio tan recio contra la pared que se cayó sentado, viendo si se le había ido en el coscorrón algún retazo de cabeza: los otros dos, con los brazos abiertos, se quedaron de repente abrazados.
Nos fué servida sobre el césped de una pradera, á la sombra de un enorme castaño. La señora de Laroque, instalada sobre uno de los cojines del carruaje en una actitud sumamente incómoda, no parecía por eso menos contenta.
Excepto el que habla, todos tienen sus sombreros puestos, túmbanse en los cojines, muchos duermen cómodamente, otros hablan; la tribuna destinada para el público es pequeña: todo es lo mismo en Inglaterra, formas, apénas se da participación al pueblo en las sesiones de las cámaras: en el centro del salon y sobre una mesa, está la corona y el cetro de la Albion; el canciller, ó presidente, viste un traje ridículamente extraño: cubre su cabeza la histórica peluca blanca con que se vienen adornando los presidentes desde el orígen del Parlamento.
Sale poco; puede vérsele todas las tardes en una tienda adjunta a su casa y que da a la calle. El mobiliario de esa estancia no es rico; paredes blancas enlucidas con cal, un banco circular de madera, cojines, largas pipas, dos braseros... Ahí recibe Sid'Omar en audiencia y administra justicia. Un Salomón de tienda. El concurso es numeroso hoy, domingo.
Ni en las almohadas recién puestas de la cortesana, que diariamente se mudan sin que su dueño sepa quién habrá de arrugarlas, ni en los cojines sedosos del gabinete de la gran señora, aún oprimidos por el peso de otro adulterio, ni en las camas de fonda cuyos muelles crujen hoy para uno y mañana para otro, en ninguna parte gozó don Juan aquel plácido y tranquilo deleite que le ofrecieron los brazos de Cristeta.
Después seis horas más, oprimida entre un comerciante viajero y un judío polaco, en los calientes cojines de una diligencia, y al fin surgieron ante mis ojos, en los fuegos de una tarde de otoño, las torres de la pequeña población en que los seres que me eran más caros, los únicos a quienes quería en este mundo, habían edificado su nido.
Llevaba éste en la mano un maletín, que dejó caer a su lado, sobre los cojines. Cerrando la portezuela, sentose en un ángulo, pegada la frente al vidrio, frío como el hielo y empañado por el rocío de la noche. No se veía más que la negrura exterior, que apenas contrastaba la confusa penumbra del andén, el farolillo del guarda que lo recorría, y los mustios reverberos aquí y allí esparcidos.
Rodeáronle las señoras sentadas en sillitas y cojines; acercáronse los caballeros formando en segunda fila. Después de meditar unos minutos para recoger las ideas, comenzó a exponer con voz suave y palabra lenta y solemne algunas consideraciones acerca de la familia cristiana. Ya sabemos que el padre Ortega era un sacerdote a la altura de la civilización contemporánea.
Se quedó muy sorprendido delante de Leticia: parecía una sultana; y esta idea se la sugirió al gallardo visitante, no tan sólo el tipo de la visitada, que adquiría mayor acento oriental con la caprichosa y rica bata que vestía y el estilo de todos sus restantes ornamentos, sino también el lugar en que se hallaba: un salón con anchos divanes, grandes cojines, maderas olorosas, alfombras turcas, cueros marroquíes, espejos venecianos, bronces desnudos, tibores japoneses y ¡qué sé yo!
Costole algún trabajo, y abrió en balde varias puertas antes de dar con él; al abrirlas, solía asomarse una cabeza, y una voz áspera decir: «está lleno.» En otros departamentos vio formas confusas, gente acurrucada en los rincones o tumbada en los cojines. Al fin acertó, reconoció su sitio.
Palabra del Dia
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