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Y se dejó besar por su hijo, que después corrió al comedor con el ramo, y no encontrando un jarrón capaz de sostener aquella pirámide de flores lo colocó entre dos sillas. Don Juan fue casi llevado en triunfo al salón por sus sobrinas.

¡Anda, bestia, anda, que siempre has de servir de payaso en todas partes! Y a empujones lo fué sacando del salón. La buena señora, que venía disfrazada con dominó y careta, luego que le dejó en la antesala con orden expresa y terminante de irse inmediatamente a casa, se volvió a meter en el centro del baile, donde tenía un asunto de importancia que resolver, como luego veremos.

Se levantó del banco, aproximándose a las ventanas de los salones. En las barandas de una galería que comunicaba el salón de música con el comedor se habían agrupado algunas mujeres, contemplando las parejas que danzaban abajo.

La veía sin ropas, con toda la majestad de su desnudez marfileña, tal como iba danzando ó saltando de un lado á otro del viejo salón. ¡Y este cuerpo moldeado por la Naturaleza en un momento de entusiasmo ya no existía!... ¡Sólo era un amasijo de carnes líquidas y pestilentes jugos!...

¿Y Jenny Hawkins me ha hecho esas acusaciones? Y las renovará por escrito. Se ha comprometido á ello formalmente. De todo lo hablado, la despierta inteligencia de Sorege no retuvo más que ese futuro: las renovará. Luego Jenny no había escrito nada todavía. Entrevió la salvación y tuvo un acceso de hilaridad que sonó de un modo extraño en el silencio del salón.

Buen día, querida mía dijo la señora Aubry, besando a la joven. ¿Veré hoy a tu madre? No, tía; mamá está con jaqueca, como siempre; pero Bertrán vendrá a buscarme. La puerta del salón se abrió. Dos señoras ancianas, vestidas de negro, entraron discretamente. Eran dos parientas de provincia, a quienes la señora Aubry acogió con afectuosa amabilidad.

Rara vez estaba el salón abierto, pero, si llegaba a estarlo, por accidente, la figura de don Pablo Aquiles divisábase la primera, surgiendo de entre el rimero de libros y papelotes, y aunque él no fuera curioso, fácil le era ver quién entraba y quién salía del despacho de S. E.; así, Esteven, no atravesaba el coquetón saloncito, sin echar hacia la derecha una mirada de desconfianza, que en alguna ocasión fué a chocar con la rencorosa que le lanzaban los ojos del viejo Vargas.

En ese momento mismo Martín entraba en el salón. Mira que ahí está don Camilo, Valentina, no te rías; acaba de entrar. ¿? pues lo voy a ver para darle las gracias y, dejándonos en la sala, atravesó el patio, donde don Camilo era recibido por los padres de Martín.

Román Rouet, introducido en el salón, declaró que no había visto nada sospechoso en sus rondas. Era el tal un viejo, medio labrador, medio guarda y, más que nada, cazador furtivo, con la cara curtida por la lluvia y el sol, enmarañadas cejas, que se hacía cortar como el cabello, y dientes destrozados por la acidez de la sidra.

»Cuando los tres entramos en el salón del duque de Arcos, en aquel salón gótico que tantos recuerdos tenía para nosotros, la misma idea sin duda se apoderó de nuestras imaginaciones; porque nos estrechamos las manos y cruzamos nuestras miradas... ¡Qué cambio, Dios mío!