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Se trató el asunto a la hora de cenar, y cuando don Juan y el primo convinieron en que se hiciera la vista gorda, con gran sorpresa de todos los presentes, que eran aquellos Valcárcel y los Körner, Bonifacio, con voz temblorosa, pero firme, aguda, chillona, pálido, y dando golpecitos enérgicos, aunque contenidos, con el mango de un cuchillo sobre la mesa, dijo: Pues yo veo la cosa de otra manera, y mañana mismo, ya que el bautizo se retarda, porque no quiere Emma que el niño se constipe con este mal tiempo, mañana mismo, aunque lo siento, tomo yo el coche de Cabruñana y me voy a Pozas y a Sariego, y le ajusto las cuentas al señor de Lobato.

¿Qué es eso? ¿qué pasa aquí? preguntó con torpe lengua. Y al ver a su hija dió un paso atrás y todo su cuerpo se estremeció. Esta mujer, que después de pedir que te declaren loco viene a insultarme gritó Amparo con voz chillona de rabanera colérica. Papá, no hagas caso dijo Clementina yendo hacía él.

Al fin, descuidado y satisfecho, después de haber sostenido larga y acalorada discusión en el café, se retiraba el redactor en jefe del Faro hacia su casa, cuando inopinadamente le sale al encuentro el irritable teniente, que le dice con su voz chillona: Oiga usted, mocito, ¿quiere usted repetirme ahora las insolencias que ha dicho en el papelucho de don Rosendo? Tendría mucho gusto en ello.

El fraile se sentó al lado del gitano, que le miraba con una singular expresión de desprecio y de ironía; y, habiendo suspirado muchas veces, se expresó como sigue, con una vocecita agria y chillona que contrastaba con la enorme mole de su cuerpo: Que el Cielo le ayude, hermano. Diga más bien el diablo, hermano. ¿Se obstina usted, pues, en morir en la impenitencia? .

Y obsequiada ya de este modo la familia, el vaso, el pan y el queso comenzaron á circular por la reunión entre murmullos muy expresivos, oyéndose de vez en cuando aquí y allá, bien por la chillona voz de una mujer, bien por la ronca de un hombre, la frase consabida «á la buena gloria del defunto». La jarra volvió á presentarse otra vez delante de la viuda.

Era mi tía la mujer más desagradable del mundo y yo la hallaba pésima, en la medida de lo que podía juzgar mi entendimiento que aun no había visto ni comparado nada. Su fisonomía era angulosa y vulgar, su voz chillona, su andar pesado y su estatura ridículamente alta. A su lado, yo parecía un pulgón, una hormiga.

Después de mucho y mucho puntear y rasguear, rompió con chillona voz el canto: A Pepa la gitani... i... i... Aquel iiii no se acababa nunca, daba vueltas para arriba y para abajo como una rúbrica trazada con el sonido. Ya les faltaba el aliento a los oyentes cuando el ciego se determinó a posarse en el final de la frase: lla-cuando la parió su madre...

¡Mis lindos capones! gruñó Susana, que juzgó oportuno aparecer y unir su nota sombría a la nota chillona de su ama. ¡Ah, piel de Judas! gritó mi tía. Y se precipitó detrás de las sirvientes cerrando furiosa la puerta de un golpazo. Señor cura dije yo inmediatamente, ¿creéis que en el universo entero haya otra mujer tan abominable como mi tía?

El mismo monte no es tan estático; al menos, cambia de color en las estaciones. Las casas, no; así estarían hace doscientos años, así están hoy. Todo sigue igual. Hasta el loro de mi abuela, heredado por mi madre, ahora en el balcón de mi casa, sigue diciendo, con su voz estridente y chillona: ¡A babor! ¡A estribor!

Faltaban pocos minutos para las cinco cuando desperté. Ya señora Juana andaba por la cocina disponiéndome el desayuno. Tía Pepa no salía aún de sus habitaciones. El «sur» soplaba furioso, y la campanita chillona de San Francisco sonaba alegremente, llamando a misa. Me vestí el famoso traje de charro, cerré el ropero, y cuando me dirigía yo al comedor, la tía Pepilla me detuvo. Rorró....