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Durante un buen rato, permanecieron allí, sentados en plácida calma, mientras los picos carpinteros charlaban sobre sus cabezas y las voces de los niños jugando a escondite llegaban algo débiles desde la hondonada. Lo que hablaron, poco importa, y lo que pensaron, que podría ser interesante, no pudo traslucirse.

No me ofendo replicó la joven procurando sonreir. Voy a saludar a Rosario. ¿Quiere usted llevarme? En la antesala, separada sólo por algunas columnas del salón, charlaban los padres graves, echando ojeadas satisfechas a éste, donde veían a sus hijas divertirse. Alguna vez, se destacaba un máscara del baile, y venía a embromarles.

El piano estaba colocado debajo de los arcos, igual que la sillería de damasco azul, bastante usada. Fuera, al lado de las macetas, no había más que sillas de rejilla y algunas mecedoras. Acomodadas en ellas estaban unas cuantas damas con trajes claros y ligerísimos, que charlaban y reían de modo atronador. Era una algarabía insufrible, que no se apagó un punto a nuestra entrada.

Durante el camino no me atreví á despegar los labios. Ella también iba silenciosa. El conde y Pedro charlaban de las ocurrencias de la caza. Cuando llegamos á casa era ya noche. Lo primero que vimos en el portal fué á la monísima Emilia que extendió los bracitos hacia su madre gritando de alegría.

La conversación versó al principio sobre los toros. El conde dio acerca de ellos pormenores que se les habían escapado a los otros. No hizo alusión a mi percance, y se lo agradecí. En cambio, los vinos jerez, manzanilla y montilla eran de lo más fino y exquisito que pudiera beberse en ninguna parte. Las mujeres, abandonadas a mismas, charlaban en grupo aparte.

Hubo un instante de completo silencio durante el cual, como al final de una sinfonía que expira en un sin fin de pequeños acordes, no se oía más que el cuchicheo de los mirlos que charlaban mucho, pero ya no reían.

Durante la comida, todos charlaban por los codos, excepto Pacorrito, que por ser muy corto de genio no desplegaba sus labios. La presencia de aquellos personajes de uniforme y entorchados le tenían perplejo, y se asombraba mucho de ver tan charlatanes y retozones á los que en el escaparate estaban tiesos y mudos cual si fuesen de barro. Principalmente el llamado Bismarck no paraba.

En Socoa, que es el puerto de San Juan de Luz, en una taberna de marineros, cuatro hombres, sentados en una mesa, charlaban. De cuando en cuando, uno de ellos abría la puerta de la taberna, avanzaba en el muelle silencioso, miraba al mar y al volver decía: Nada, la Fleche no viene aún.

Subieron las escaleras y entraron en una cocina grande. Varios paisanos y soldados, congregados allí, charlaban. Se sentaron a cenar a una mesa larga, iluminada por un velón de varios mecheros que colgaba del techo.

A veces, sin embargo, cuando los dedos del pianista herían suavemente las teclas en algún pasaje, se oía el ruido áspero de los abanicos al abrirse y cerrarse y sobre el murmullo tenue y confuso de los imprudentes que charlaban se percibía súbito una palabra o una frase entera que hacía volver con disgusto la cabeza de los que formaban detrás del piano.