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Además, en medio de su miseria, eran la única demostración de que allí vivía un intelectual. El cura, siguiendo las ojeadas del Indio converso, examinaba con aparente distracción los retratos y leía y releía los nombres impresos al pie, como si temiese olvidarlos.

El mancebo no se atrevió a hacer lo mismo: siguió su camino, no sin dirigirla vivas y codiciosas ojeadas, a las que la gentil señora no se dignó corresponder. Llegó al fin el coche, montó en él dejando ver, al hacerlo, un primoroso pie calzado con botina de tafilete, y fué a sentarse en el rincón del fondo.

También le llamaba mucho la atención Catana. Juraría que se cruzaban entre las dos ciertas ojeadas recelosas de tarde en cuando... Además, la rondeña paraba en el comedor lo menos que podía, huyendo siempre de encontrarse con la mirada de su amo.

Ayer ha mordido un dedo a la costurera; ahora acaba de romper un espejo. ¡No hay paciencia para sufrirla! Micaela, a quien aquel castigo repugnaba, calló. Siguió la esposa de Quiñones hablándole con afectada indiferencia de su vestido; mas apesar de lo mucho que el tema debía de interesarla, la joven se mostraba bastante distraída y lanzaba frecuentes ojeadas a la niña.

Volví adonde me esperaban Flavia y Sarto, pensando en el extraño carácter de aquel desalmado, cuyo igual no he vuelto a ver en mi vida. ¡Qué arrogante tipo! fue el comentario de Flavia, que, mujer al fin, no se había ofendido con las expresivas ojeadas de Ruperto Henzar. ¡Y cómo parece sentir la muerte de su amigo! prosiguió.

La Esfinge dejó caer de sus manos la media que había cogido para entretenerse mientras hablaba Ángel, y don Santiago, que, aunque, vuelto a su sillón, todavía lanzaba ojeadas al retrato de Luz colocado sobre la mesa, volvió la mirada, mirada de angustia y desconsuelo, hacia su mujer, cuyo rostro daba frío, pero frío de tumbas y de subterráneos.

Pasó entre las mujeres, sin reparar en sus movimientos de curiosidad, satisfecha de las ojeadas y del susurro de sus palabras, como si todo esto fuese un homenaje natural que debía acompañar su presentación en todas partes. El traje de una elegancia exótica y el enorme sombrero destacábanse con realce chillón sobre la masa obscura de los tocados femeniles.

Rita, siempre animada y provocadora, lo era mucho con su primo, y no poco con los demás, pues don Pedro advirtió que a las miradas y requiebros de sus admiradores correspondía con ojeadas vivas y flecheras.

La hembra destinada a llevar el nombre esclarecido de Moscoso y a perpetuarlo legítimamente había de ser limpia como un espejo.... Y don Pedro figuraba entre los que no juzgan limpia ya a la que tuvo amorosos tratos, aún en la más honesta y lícita forma, con otro que con su marido. Aún las ojeadas en calles y paseos eran pecados gordos.

Nicolasa excitaba y provocaba con sus risas, con sus ojeadas lánguidas y con su libertad y desenvoltura.