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Actualizado: 22 de junio de 2025
Al pasar junto á dos comadres que charlaban en una esquina, oyó las siguientes palabras: Os digo que la he visto; yo misma con estos ojos que se ha de comer la tierra: es la comedianta Dorotea; pero se ha quedado que espanta; está que da compasión verla: los ojos hundidos, que le cabe un puño en cada uno; la boca torcida... ¡ella, que era tan hermosa!... dicen que ha muerto de repente.
Los que llevaban compañía, charlaban; los que iban solos, echaban pestes de vez en cuando, entre dientes, contra el barro. Sólo el cielo mostraba un semblante sombrío y melancólico, adecuado a las circunstancias. Recorrimos la calle de Hortaleza, y al llegar cerca del Saladero hallamos un gran montón de gente que invadía los alrededores y que nos detuvo.
Se contemplaba andando a gatas por un corredor interminable, ante una fila de puertas numeradas con esa uniformidad que luego había visto en cuarteles y presidios. Muchas mujeres sentadas ante las puertas cosían y charlaban.
La señora dormitaba abriendo una que otra vez los ojos para vigilar a la niña, que corría de un lado a otro sin cesar. Los dos jóvenes charlaban suavemente en el otro extremo cogidos de la mano. El espectáculo de esta madre rodeada de sus hijos, y posando a cada instante en ellos su mirada amorosa, enterneció todavía más a Ricardo.
De estos cuatro hombres de la taberna de Socoa, los dos contentos, Bautista y Capistun, charlaban; los otros dos rabiaban y se miraban sin hablarse. Afuera llovía y venteaba. ¿Alguno de vosotros se encargaría de un negocio difícil, en que hay que exponer la pelleja? preguntó de pronto Ospitalech. Yo no dijo Capistun. Ni yo contestó distraídamente Bautista. ¿De qué se trata? preguntó Martín.
Derramados acá y allá, sentados unos en bancos, otros de pie formando pintorescos grupos, charlaban los mancebos con las mocitas ó escuchaban embelesados el punteado melancólico de la guitarra. Las conversaciones eran animadas, ingeniosas; en todas campeaba la imaginación inquieta, el fácil ingenio, la incoherencia y la irreflexión que caracteriza al amable pueblo andaluz.
Hoy me encuentro tan nerviosa, tan nerviosa... Tómeme usted el pulso, Isidorito, y dígame usted si tengo fiebre. Al sacar la mano enflaquecida y dársela al joven, don Mariano y don Máximo, que charlaban animadamente en el hueco de un balcón, dirigieron la vista hacia allí y sonrieron. Doña Gertrudis se ruborizó un poco y volvió a ocultar su mano velozmente dentro de la manta.
Huyendo de la recelosa curiosidad que despertaba su presencia en el templo, salió al claustro. Allí estaba mejor, completamente aislado. Los pordioseros charlaban sentados en los escalones de la puerta del Mollete. Pasaban por entre ellos los curas, embozados en el manteo, entrando apresuradamente en la catedral por la puerta de la Presentación.
Y mientras salía del cuarto y Maximina se ponía a asearlo, charlaban alegremente. Miguel la embromaba con el convento: ella se defendía negando que tuviese por entonces intención de encerrarse en él. Sin embargo, al través de estas negativas se traslucía que acaso con el tiempo llegase a realizarlo. Un día poniéndose serio le dijo: No soy partidario de los conventos.
Por la puerta, que dejó abierta, se veía, allá en el fondo, pasar los negros sirviendo te a los empleados: en la primera pieza, después del salón rojo, algunos de éstos, de pie, fumaban y charlaban, familiarmente, pero Esteven, aunque miró al descuido alguna vez, no percibió al viejo Vargas y sus ojillos de víbora, y eso que ahí estaba en su sillón de cuero, sin levantar cabeza el excelente hombre.
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