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Actualizado: 11 de mayo de 2025


Es mucho. Está bien, no hablemos, me voy. Espere usted. ¿Sabe usted que las letras ascienden a ciento veinte mil duros? El veinte por ciento sería una cantidad enorme. Es lo que me ha ofrecido Ospitalech. Eso o nada. ¡Qué barbaridad! No tiene usted consideración... Es mi última palabra. Eso o nada. Bueno, bueno.

De estos cuatro hombres de la taberna de Socoa, los dos contentos, Bautista y Capistun, charlaban; los otros dos rabiaban y se miraban sin hablarse. Afuera llovía y venteaba. ¿Alguno de vosotros se encargaría de un negocio difícil, en que hay que exponer la pelleja? preguntó de pronto Ospitalech. Yo no dijo Capistun. Ni yo contestó distraídamente Bautista. ¿De qué se trata? preguntó Martín.

El viento silbaba en bocanadas furiosas sobre la noche y el mar negros, y se oía el ruido de las olas azotando la pared del muelle. En la taberna, Martín, Bautista, Capistun y un hombre viejo, a quien llamaban Ospitalech, hablaban; hablaban de la guerra carlista, que seguía como una enfermedad crónica sin resolverse. La guerra acaba dijo Martín. ¿ crees? preguntó el viejo Ospitalech.

Y ahí vimos a ese arrogante don Carlos, con sus terribles batallones, echando granadas y granadas, para tener luego que escaparse corriendo hacia Vera. Si la guerra se pierde, nos arruinamos murmuró Ospitalech. Capistun estaba tranquilo, pensaba retirarse a vivir a su país; Bautista, con las ganancias del contrabando, había extendido sus tierras. De los tres, Zalacaín no estaba contento.

Los cuatro salieron al puerto y se oyó el ruido de las aguas removidas por una hélice, y luego aparecieron unos marineros en la escalera del muelle, que sujetaron la amarra en un poste. ¡Eup! Manisch gritó Ospitalech. ¡Eup! contestaron desde el mar. ¿Todo bien? Todo bien respondió la voz. Bueno, entremos añadió Ospitalech que la noche está de perros.

Volvieron a meterse en la taberna los cuatro hombres, y poco después se unieron a ellos Manisch, el patrón del barco la Fleche, que al entrar se quitó el sudeste, y dos marineros más. ¿De manera que estás dispuesto a encargarte de ese asunto? preguntó Ospitalech a Martín. . ¿Solo? Solo. Bueno, vamos a dormir. Por la mañana iremos a ver al principal y te dirá lo que se puede ganar.

, esto marcha mal, y yo me alegro dijo Capistun. No, todavía hay esperanza repuso Ospitalech. El bombardeo de Irún ha sido un fracaso completo para los carlistas dijo Martín . ¡Y qué esperanzas tenían todos estos legitimistas franceses! Hasta los hermanos de la Doctrina Cristiana habían dado vacaciones a los niños para que fuesen a la frontera a ver el espectáculo. ¡Canallas!

Los marineros de la Fleche comenzaban a beber, y uno de ellos cantaba, entre gritos y patadas, la canción de Les matelot de la Belle Eugenie. Al día siguiente, muy temprano, se levantó Martín y con Ospitalech tomó el tren para Bayona. Fueron los dos a casa de un judío que se llamaba Levi-Alvarez.

Era este un hombre bajito, entre rubio y canoso, con la nariz arqueada, el bigote blanco y los anteojos de oro. Ospitalech era dependiente del señor Levi-Alvarez y contó a su principal cómo Martín se brindaba a realizar la expedición difícil de entrar en el campo carlista para volver con las letras firmadas. ¿Cuánto quiere usted por eso? preguntó Levi-Alvarez. El veinte por ciento. ¡Caramba!

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