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Y ahí vimos a ese arrogante don Carlos, con sus terribles batallones, echando granadas y granadas, para tener luego que escaparse corriendo hacia Vera. Si la guerra se pierde, nos arruinamos murmuró Ospitalech. Capistun estaba tranquilo, pensaba retirarse a vivir a su país; Bautista, con las ganancias del contrabando, había extendido sus tierras. De los tres, Zalacaín no estaba contento.

¡Que barbarie! exclamó Martín . ¿Se ha de estar siempre hecho un esclavo, sembrando patatas o cuidando cerdos? Prefiero la guerra. ¿Y por qué prefieres la guerra? Para robar. No hables, Capistun, que eres comerciante. ¿Y qué? Que y yo robamos con el libro de cuentas. Entre robar en el camino, o robar con el libro de cuentas, prefiero a los que roban en el camino.

¡Valientes granujas! murmuró Martín, que escuchaba. Capistun y Bautista siguieron su enumeración.

La canción de Bautista era de una salvaje melancolía; Martín lanzó un grito, el irrintzi, como una larga carcajada, o un relincho salvaje terminado en una risa burlona. Capistun, como protestando, cantó: Del castelet a l'aube sort Isabeu, es blanquette sa raube como la neu.

Y mientras en las provincias se organizaba y preparaba una guerra feroz y sangrienta, en Madrid, políticos y oradores se dedicaban con fruición a los bellos ejercicios de la retórica. Un día de Mayo fueron Martín, Capistun y Bautista a Vera. La señora de Ohando tenía una casa en el barrio de Alzate y había ido a pasar allí una temporada.

Los tres hombres detuvieron las mulas, y mientras quedaba Capistun con ellas, Martín y Bautista se echaron uno a un lado y el otro al otro, para ver si encontraban cerca algún refugio, cabaña o choza de pastor. Zalacaín vió a pocos pasos una casucha de carabineros cerrada. ¡Eup! ¡Eup! gritó. No contestó nadie. Martín empujó la puerta, sujeta con un clavo, y entró dentro del chozo.

De estos cuatro hombres de la taberna de Socoa, los dos contentos, Bautista y Capistun, charlaban; los otros dos rabiaban y se miraban sin hablarse. Afuera llovía y venteaba. ¿Alguno de vosotros se encargaría de un negocio difícil, en que hay que exponer la pelleja? preguntó de pronto Ospitalech. Yo no dijo Capistun. Ni yo contestó distraídamente Bautista. ¿De qué se trata? preguntó Martín.

Capistun y Bautista anduvieron entre los grupos. Se decía que uno de aquellos caballeros era Cathelineau, el descendiente del célebre general vendeano; se señalaba también al conde de Barrot y a un marqués navarro. Cuando llegó Martín a Vera se encontró la plaza llena de carlistas; Bautista le dijo: La guerra ha empezado. Martín se quedó pensativo. Volvieron Martín, Capistun y Bautista a Francia.

Costeando un arroyo que bajaba a unirse con la Nivelle y cruzando prados, llegaron a una borda, donde se detuvieron a cenar. Los tres hombres eran Martín Zalacaín, Capistun el gascón y Bautista Urbide. Llevaban una partida de uniformes y de capotes. El alijo iba consignado a Lesaca, en donde lo recogerían los carlistas.

Bautista fabricó en un momento, con fibras de pino, una antorcha para alumbrar aquel rincón. Esperaron a que pasara el temporal y se dispusieron los tres a matar el tiempo junto a la lumbre. Capistun llevaba una calabaza llena de aguardiente de Armagnac y, mezclándolo con agua que calentaron, bebieron los tres. Luego, como era natural, hablaron de la guerra.