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¿No usted que soy oficial? preguntó Martín. No importa replicó el viejo . ¿Quién va adentro? Dos madres recoletas que marchan a Logroño. ¿No saben ustedes que en Viana están los liberales? preguntó el viejo. No importa, pasaremos. Vamos a ver a esas señoras murmuró el vejete. ¡Eh, Bautista! Ten cuidado dijo Martín en vasco. Descendió Urbide del pescante y tras él saltó el demandadero.

Luego, pensando que lo esencial era evitar las murmuraciones, ideó varias cosas, hasta que al último le pareció lo mejor ir a ver a su amigo Bautista Urbide. Había visto al vasco francés muchas veces bailando con la Ignacia y creía que tenía alguna inclinación por ella. El mismo día que le dieron la noticia se presentó en la tahona de Archipi en donde Urbide trabajaba.

Poco después, Bautista Urbide se presentó en casa de Ohando, habló a doña Águeda, se celebró la boda, y Bautista y la Ignacia fueron a vivir a Zaro, un pueblecillo del país vasco francés. Carlos Ohando enfermó de cólera y de rabia. Su naturaleza, violenta y orgullosa, no podía soportar la humillación de ser vencido; sólo el pensarlo le mortificaba y le corroía el alma.

Se sacó la caja y se la colocó en el coche que habían mandado de San Juan del Pie del Puerto. Todos los labradores de los caseríos propiedad de los Ohandos estaban allí; habían venido de Urbia a pie para asistir al entierro. Y presidieron el duelo Briones, vestido de uniforme, Bautista Urbide y Capistun el americano. Y las mujeres lloraban.

Martín eligió como zaguero a un muchacho vasco francés que estaba de oficial en la panadería de Archipi y que se llamaba Bautista Urbide. Bautista era delgado, pero fuerte, sereno y muy dueño de mismo. Se apostó mucho dinero por ambas partes. Casi todo el elemento popular y liberal estaba por Zalacaín y Urbide; los señoritos, el sacristán y la gente carlista de los caseríos por el Cacho.

Una de las caras que forman la plaza es grande, con pórtico espacioso, alero avanzado y varias ventanas cubiertas por persianas verdes. Sobre el escudo que se ostenta en el arco de la puerta, se ve escrita la fecha en que se edificó la casa, y unas palabras en latín indicando quién la hizo: Bacalareus presbiterus Urbide Hoc domicilium fecit in lapide.

Costeando un arroyo que bajaba a unirse con la Nivelle y cruzando prados, llegaron a una borda, donde se detuvieron a cenar. Los tres hombres eran Martín Zalacaín, Capistun el gascón y Bautista Urbide. Llevaban una partida de uniformes y de capotes. El alijo iba consignado a Lesaca, en donde lo recogerían los carlistas.

Ahí, Bautista decía Zalacaín . ¡Bien! Corre, Martín gritaba Bautista . ¡Eso es! El juego terminó con el triunfo completo de Zalacaín y de Urbide. ¡Viva gutarrac. Catalina sonrió a Martín y le felicitó varias veces. ¡Muy bien! ¡Muy bien! Hemos hecho lo que hemos podido contestó él sonriente. Carlos Ohando se acerco a Martín, y le dijo con mal ceño: El Cacho te juega mano a mano.

Pasaba, sencillamente, que aquellos tres individuos eran de la partida del Cura y habían presentado a Bautista Urbide este sencillo dilema: «O formar parte de la partida o quedar prisionero y recibir además, de propina, una tanda de palosMartín iba a lanzarse a defender a su cuñado cuando vió que a un extremo de la calle aparecían cinco o seis mozos armados. En el otro esperaban diez o doce.

¡! exclamó Urbide . ¿De dónde sales con ese uniforme? ¿Qué has hecho en todo en todo el día de ayer? Estaba intranquilo. ¿Qué pasa? Todo lo contaré. ¿Tienes el coche? , pero... Nada, tráetelo en seguida, lo más pronto que puedas. Pero a escape. Martín se sentó a la mesa y escribió con lápiz en un papel: «Querida hermana. Necesito verte. Estoy herido, gravísimo.