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Eso no impedirá que te metan unas píldoras de plomo en esa grasa fría que forma tu cuerpo. ¡Qué horror! Por eso debes comprender, hombre linfático, que cuando se encuentra uno en el caso de morir o de matar, no puede uno andarse con tonterías ni con rezos. Las palabras rudas de Martín reanimaron un poco al demandadero. Al subir Bautista al pescante, le dijo Martín: ¿Quieres que guíe yo ahora?

¿No usted que soy oficial? preguntó Martín. No importa replicó el viejo . ¿Quién va adentro? Dos madres recoletas que marchan a Logroño. ¿No saben ustedes que en Viana están los liberales? preguntó el viejo. No importa, pasaremos. Vamos a ver a esas señoras murmuró el vejete. ¡Eh, Bautista! Ten cuidado dijo Martín en vasco. Descendió Urbide del pescante y tras él saltó el demandadero.

No acababa de decir esto cuando Martín dió una patada al farol que llevaba el viejo, y después de un empujón echó al anciano respetable a la cuneta de la carretera. Bautista arrancó el fusil a otro de la ronda, y el demandadero se vió acometido por dos hombres a la vez. ¡Pero si yo no soy de estos. Yo soy carlista gritó el demandadero.

Al amanecer cesó la persecución. Ya no se veía a nadie en la carretera. Creo que podemos parar gritó Bautista . ¿Eh? Llevamos otra vez el tiro roto. ¿Paramos? , para dijo Martín ; no se ve a nadie. Paró Bautista, y tuvieron que componer de nuevo otra correa. El demandadero rezaba y gemía en el coche; Zalacaín le hizo salir de dentro a empujones.

No, no. Yo voy bien. Y , ¿cómo tienes la herida? No debe de ser nada. ¿Vamos a verla? Luego, luego; no hay que perder tiempo. Martín abrió la portezuela, y, al sentarse, dirigiéndose a la superiora, dijo: Respecto a usted, señora, si vuelve usted a chillar, la voy a atar a un árbol y a dejarla en la carretera. Catalina, asustadísima, lloraba. Bautista subió al pescante y el demandadero con él.

Al llegar a las curvas, el viejo landó se torcía y rechinaba como si fuera a hacerse pedazos. La superiora y Catalina rezaban; el demandadero gemía en el fondo del coche. ¡Alto! ¡Alto! gritaron de nuevo. ¡Adelante, Bautista! ¡Adelante! dijo Martín, sacando la cabeza por la ventanilla. En aquel momento sonó un tiro, y una bala pasó silbando a poca distancia.

¿Llevamos este fusil? , quítale la cartuchera a ese que yo he tumbado, y vamos andando. Bautista entregó un fusil y una pistola a Martín. Vamos, ¡adentro! dijo Martín al demandadero.

Al acercarse a él, el coche tropezó con una piedra, se soltó una de las ruedas, la caja se inclinó y vino a tierra. Todos los viajeros cayeron revueltos en el barro. Martín se levantó primero y tomó en brazos a Catalina. ¿Tienes algo? la dijo. No, creo que no contestó ella, gimiendo. La superiora se había hecho un chichón en la trente y el demandadero dislocado una muñeca.

El oficial accedió y pasó a los dos a un cuarto destartalado que servía para los oficiales. La superiora, Bautista y el demandadero, no merecieron las mismas atenciones y quedaron en el cuartelillo.

Cuidado con el demandadero y con la monja, que no salgan. Desenganchó Martín los caballos y fué con ellos a la venta. Le salió al paso una muchacha redondita, muy bonita y de muy mal humor. Le dijo Martín, lo que necesitaba, y ella replicó que era imposible, que el amo estaba acostado. Pues hay que despertarle. El mozo no estaba. Ya ve usted, no está el mozo.