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Actualizado: 19 de junio de 2025


Ninguna, á menos que le valiera de algo decir que sus fuerzas estaban quebrantadas en virtud de largos é intensos padecimientos; que su espíritu estaba obscurecido y confuso por el remordimiento que lo corroía; que entre la alternativa de huir como un criminal confeso ó permanecer siendo un hipócrita, sería difícil hallar la decisión más justa; que está en la naturaleza humana evitar el peligro de muerte é infamia y las sutiles maquinaciones de un enemigo; y, finalmente, que este pobre peregrino, débil, enfermo, infeliz, vió brillar inesperadamente, en su senda desierta y sombría, un rayo de afecto humano y de simpatía, una nueva vida, llena de sinceridad, en cambio de la triste y pesada vida de expiación que estaba ahora llevando.

Esa balada de los naufragios, cantada en tan crítico momento y en medio de un bosque gimiendo por la inminencia de la tempestad, me conmovió, encantóme, empero vino á fortificar el presentimiento que me corroía el alma. Podía estar seguro cada vez que iba á Royan, que la tempestad me sorprendería en el camino, á pesar de que el viaje sólo es de algunas horas.

Poco después, Bautista Urbide se presentó en casa de Ohando, habló a doña Águeda, se celebró la boda, y Bautista y la Ignacia fueron a vivir a Zaro, un pueblecillo del país vasco francés. Carlos Ohando enfermó de cólera y de rabia. Su naturaleza, violenta y orgullosa, no podía soportar la humillación de ser vencido; sólo el pensarlo le mortificaba y le corroía el alma.

Le corroía la gangrena por los grandes centros de su organismo atiborrado: por la ciudad, por el taller, por la Academia, por la política, por la Bolsa... por donde más caudal representa el torrente circulatorio de las insaciables ambiciones del hombre culto.

Palabra del Dia

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