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Actualizado: 25 de julio de 2025


Bien quisiera don Juan vestir de manera que la ropa favoreciese su buen talle; alguna vez imaginó verse engalanado con capotillo de terciopelo negro, esmaltado por la venera roja de Santiago, gregüescos acuchillados de raso, calzas de seda, zapatos de veludillo, chambergo de plumas, con su joyel de pedrería, guantes de ámbar, espada de taza y lazo, y escarcela, bien preñada de doblas: pero no siendo carnaval todo el año, se ha resignado a usar prosaicos pantalones de patén, levitas de tricot y americanas de chiviot, conservando como único elemento práctico de otros tiempos las monedas de oro que lleva en el bolsillo del chaleco, por cierto en abundancia, aunque parezca inverosímil.

Cuando menos, déjese usted abrigar. Quítese esas ropas que chorrean. Antes de que pudiera negarse, Rafael y la vieja le despojaron de la chaqueta y el chaleco, envolviéndole en el capote, mientras Zarandilla colocaba ante el fuego las ropas mojadas, que despedían un humo tenue. Acariciado por el calor, Salvatierra se mostró más comunicativo.

El papelito de cien pesetas plegado en un bolsillo de su chaleco pesábale como un lastre que daba a su persona nuevo aplomo; veía tras él la seguridad de otros billetes, de más dinero, todo a cambio de llenar unos cuantos centenares de cuartillas de retazos de libros ajenos, de disparates para él inadmisibles, que el grave senador firmaría sin titubear, poniéndolos bajo el amparo de su empingorotada personalidad.

En cada calle había varias tabernas, y a la puerta de ellas alegres compadres con el sombrero echado atrás y el chaleco abierto, que llevaban perdida la cuenta de las cañas bebidas para olvidar el martirio y muerte del Señor. Al ver al imponente guerrero lo saludaban, ofreciéndole de lejos un vaso lleno de líquido oloroso color de ámbar.

Pero, aunque la cosa era insignificante, podría parecer un tanto extraña y ni aún quizás lograría hacérselo aceptar... Pensando en ello, comenzó lentamente a quitarse la cadena que llevaba pendiente del chaleco y con nerviosidad la hacía saltar entre sus dedos.

Bastábale entrar en su alcoba para presentar en cartuchos de onzas cuanto dinero se le pedía, y a pesar de esto, fuera de los días de Corpus, en que sacaba del fondo del arca el frac de color castaña y el sombrero de seda, nadie le había visto con otro traje que un eterno pantalón de cuadros, chaqueta de fustán, chaleco de terciopelo rameado y gorra de ancho plato.

Y el gigante comía y comía, y Meñique no se quedaba atrás, sólo que no echaba en la boca las coles, y las zanahorias, y los nabos, y los pedazos del buey, sino en el gran saco de cuero. ¡Uf! ¡ya no puedo comer más! dijo el gigante; tengo que sacarme un botón del chaleco. Pues mírame a , gigante infeliz dijo Meñique, y se echó una col entera en el saco.

Estaba que echaba bombas, ¡qué enojado!, ponía unos ojos..., ¡caramba!, dije yo para mi chaleco, no quisiera yo estar en el pellejo de esa Gaviota. A todo esto, lo que me tenía parado era que reñían cantando. ¡Vaya!, será la moa por allá, entre la gente de fuste.

Fírmale el recibo, ¿quieres? y sacando del chaleco un montón de moneditas las dio al mensajero, diciéndole: Toma... para ti y se dirigió al telégrafo, mientras Ricardo, apoyado en la pared exterior de un vagón, escribía en el recibo del telegrama de Clota, este nombre: «Melchor Astul».

Desde que entró a servir en su ramo y en la categoría que le cuadraba, estaba el hombre que no cabía en su chaleco. Hasta parecía que había engordado, que tenía más pelo en la cabeza, que era menos miope, y que se le habían quitado diez años de encima. Se afeitaba ya todos los días, lo que en realidad le quitaba el parecido consigo mismo.

Palabra del Dia

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