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¿A ? dijo Meñique; no hay cosa más fácil que hacer un poco de lugar. Y se abrió con el cuchillo de arriba abajo la chaqueta y el gran saco de cuero. Ahora te toca a ti dijo al gigante; haz lo que yo hago. Muchas gracias dijo el gigante. Prefiero ser tu criado. Yo no puedo digerir las piedras.

Meñique le hizo una seña, y él echó a andar acurrucado, tocando el techo con la espalda y con la alabarda a rastras, hasta que llegó adonde estaba Meñique, y se echó a sus pies, orgulloso de que vieran que tenía a hombre de tanto ingenio por amo. Empezaremos con una bufonada dijo la princesa. Cuentan que las mujeres dicen muchas mentiras. Vamos a ver quien de los dos dice una mentira más grande.

En el bosque era tan alta la yerba que Meñique no alcanzaba a ver, y se puso a gritar a voz en cuello: «¡Eh, gigante, gigante! ¿dónde anda el gigante? Aquí está Meñique, que viene a llevarse al gigante muerto o vivo». Y aquí estoy yo dijo el gigante, con un vocerrón que hizo encogerse a los árboles de miedo, aquí estoy yo, que vengo a tragarte de un bocado.

Meñique siguió diciendo en alta voz la princesa, eres valiente y afortunado, pero eso no basta para agradar a las mujeres. Ya lo , princesa y dueña mía; es necesario hacerles su voluntad, y obedecer sus caprichos. Veo que eres hombre de talento dijo la princesa. Puesto que sabes adivinar tan bien, voy a ponerte una última prueba, antes de casarme contigo.

Aquella era la seña que tenían concertada en el teatro de Madrid, para conocer que él había llegado y que esperaba en el pasillo. Cristeta, entre acobardada y gozosa, se dejó caer en una butaca. Estaba sola, y don Juan a dos pasos. Sólo les separaba un miserable pestillo, que con el dedo meñique podía descorrerse.

Y el gigante comía y comía, y Meñique no se quedaba atrás, sólo que no echaba en la boca las coles, y las zanahorias, y los nabos, y los pedazos del buey, sino en el gran saco de cuero. ¡Uf! ¡ya no puedo comer más! dijo el gigante; tengo que sacarme un botón del chaleco. Pues mírame a , gigante infeliz dijo Meñique, y se echó una col entera en el saco.

En un país muy extraño vivió hace mucho tiempo un campesino que tenía tres hijos: Pedro, Pablo y Juancito. Pedro era gordo y grande, de cara colorada, y de pocas entendederas; Pablo era canijo y paliducho, lleno de envidias y de celos; Juancito era lindo como una mujer, y más ligero que un resorte, pero tan chiquitín que se podía esconder en una bota de su padre. Nadie le decía Juan, sino Meñique.

Andaban éstos en pandillas retozando por la romería, riendo, gritando, sin querer tomar parte en los bailes, como si otra vez tuviesen gana de gresca. En medio del campo, en el espacio más abierto, se había formado una gran danza, los hombres á un lado, las mujeres á otro, unos y otros cogidos por el dedo meñique. Cantaban una antigua balada asturiana.

Piedras como no más, y por eso soy más fuerte que , que comes la carne que engorda. Soy más fuerte que . Enséñame tu casa. Y el gigante, manso como un perro, echó a andar por delante, hasta que llegó a una casa enorme, con una puerta donde cabía un barco de tres palos, y un balcón como un teatro vacío. Oye le dijo Meñique al gigante: uno de los dos tiene que ser amo del otro.

Parece que este muñeco no ha oído nunca cortar leña dijo Pedro, torciéndole el cachete a Meñique de un buen pellizco. Yo voy a ver lo que hacen allá arriba dijo Meñique. Anda, ridículo, que ya bajarás bien cansado, por no creer lo que te dicen tus hermanos mayores. Y de ramas en piedras, gateando y saltando, subió Meñique por donde venía el sonido. Y ¿qué encontró Meñique en lo alto del monte?