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Pero en un rincón había uno que no hablaba ni cantaba, y era Pablo, el envidioso, el paliducho, el desorejado, que no podía ver a su hermano feliz, y se fue al bosque para no oír ni ver, y en el bosque murió, porque los osos se lo comieron en la noche oscura.

Huérfano desde temprana edad, fue educado por su única hermana, Eusebia, quien, por los muchos años que le llevaba, podía ser su madre, y de madre hizo. Desmedrado, rubio, paliducho, con incurable aspecto de niño, de facciones finas, de ojos dulces y claros y porte de principesca mansedumbre, contrastaba el joven con la igualmente interesante figura de su hermana.

En un país muy extraño vivió hace mucho tiempo un campesino que tenía tres hijos: Pedro, Pablo y Juancito. Pedro era gordo y grande, de cara colorada, y de pocas entendederas; Pablo era canijo y paliducho, lleno de envidias y de celos; Juancito era lindo como una mujer, y más ligero que un resorte, pero tan chiquitín que se podía esconder en una bota de su padre. Nadie le decía Juan, sino Meñique.

Montañas y valles permanecen velados durante algunas semanas, y sólo de cuando en cuando, de mañanita, asoma el sol su rostro paliducho a través de las gasas, como para decir a los villaverdinos que no ha muerto, que ya le tendrán, el mejor día, muy guapo y rozagante.

El pequeño se mostraba paliducho y débil por sus estudios y cavilaciones. Su tío le haría fuerte y ágil como un delfín. Y á costa de rudas porfías, pudo arrancárselo á doña Cristina.

Adolfo Malats era, al formarse el nido, cuando él no habia aún soltado el cascaron, un muchacho rubio, largo, paliducho y ojeroso.

Y sin el menor susto tomó la cáscara de nuez, la envolvió bien en musgo fresco para que no se saliera el agua, la puso en su gran saco de cuero, y se volvió por donde vino, saltando y cantando. ¿Ya sabes de dónde viene el agua? le gritó Pedro. , hermano; viene de un agujerito. ¡Oh, a este amigo se lo come el talento! ¡Por eso no crece! dijo Pablo, el paliducho.

Le llamaban el Cantó, como a todos los que en la isla cantan versos nuevos en bailes y serenatas. Era un mozuelo alto, paliducho y estrecho de hombros, un atlot que aún no había llegado a los diez y ocho años. Al cantar, tosía y se hinchaba su frágil cuello, arrebolándosele el rostro, de una blancura transparente. Sus ojos eran grandes, ojos de mujer, con el lagrimal de color rosa muy saliente.

Sin duda tuvo entonces un geniecito encantador y alegre; esto se lo decía un retrato suyo en que aparecía una chiquilla regordeta, graciosísima, que inclinando la cabeza con malicia, adelantaba un piececito y escondía las manos tras la espalda. Había también una primera luz de amor en su infancia indecisa: Roberto, muchacho paliducho que jugara con ella y que por juego fue su amante infantil.

La multitud agolpábase ante los altares para oír mejor a los actores, granujillas del barrio, roncos de tanto vocear los versos, orondos en sus trajes de ropería; orgullosos de lucir el bonete con pluma y tirar de la espada cuando lo requería el milacre; y era de ver la atención con que escuchaba la predicación de San Vicente, representado siempre por un muchacho paliducho, pedante y melancólico, y las carcajadas con que celebraba las majaderías del motilón, personaje bufo que pasaba el tiempo tragando pan, sorbiendo rapé, sonándose las narices en un pañuelo como una sábana y agujereado como una criba, y diciendo estupideces subidas de color, todo para mayor edificación de los devotos del santo.