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Actualizado: 25 de julio de 2025
Una de las ninfas o de las sílfides que con ella bailaba decíala en voz baja: Oye, querida: fíjate en la orquesta, a la derecha; ¡observa cómo me mira! ¿Quién? Ese guapo joven que viste chaleco de cachemir. ¿Y qué significa eso? Que está enamorado de mí. ¡Enamorado! exclamaba Judit. Está claro; ¿de qué te asombras? ¿Acaso tú no tienes algún amorcillo? ¡Dios mío! yo no. ¡Tiene gracia!
Figúrate que esas gentes quieren que me confiese; bueno, me confesaré contigo; oirás singulares revelaciones; pero, no, tendrías miedo... El hombre del chaleco rojo palideció. El fraile, que se había callado hasta entonces, se levantó, salió un momento y luego entró acompañado de dos vigorosos gallegos cargados con cuerdas.
Era el suyo un verdadero tipo militar, tostado por el sol, curtido por el aire, lleno de franqueza y no exento de cierta astucia socarrona; el gran chaleco que llevaba, el recio capote gris-acero, el tahalí, las charreteras, parecían formar parte de su persona. No hubiera sido posible imaginárselo de otro modo.
Azorín contesta que aún dura ese café. De pronto estalla en la sala una larga salva de aplausos. Y el viejo tiende los brazos hacia Azorín, lo abraza y llora en silencio. Estos son unos viejos, muy viejos. Llevan un pantalón negro, un chaleco negro, una chaqueta negra de terciopelo. Esta chaqueta es muy corta. Ya casi no quedan en el pueblo más chaquetas cortas que las de estos viejos labriegos.
En todo el mundo no hay nada más que un Mistral, el que sorprendí yo el domingo último en su lugarejo, con el sombrero de fieltro de alas anchas en la oreja, sin chaleco, de chaquetón, con su roja faja catalana oprimiéndole los riñones, brillantes los ojos, con el fuego de la inspiración en las mejillas, hermoso con su dulce sonrisa, elegante como un pastor griego, y caminando ligero, con las manos en los bolsillos componiendo versos.
A la Virgen, que aún se venera allí, la enramaban también con yerbas olorosas, y el fabricante de cucharas, que era gallego, se ponía la montera y el chaleco encarnado.
El interrogado que por otra parte, parecía estar deseando que se le hiciera semejante pregunta, llevó la diestra al bolsillo interior de su levita; después á uno de los del chaleco; ocultó entre sus dedos una moneda, y sonriendo con expresión de triunfo, exclamó, alzando progresivamente la voz: Aquí está la carta ... y aquí esto...; ¿lo ven bien?
De improviso se abrió bruscamente la puerta del departamento, y saltó dentro un hombre ceñudo, calada la gorra de dorado galón, en la mano una especie de tenacilla o sacabocados de acero. ¡Los billetes, señores! gritó en voz seca e imperiosa. El viajero echó mano a su chaleco y entregó un trozo de cartón amarillo. ¡Falta uno! El billete de la señora. ¡Eh, señora!, ¡señora! ¡El billete!
Verdú viste con traje oscuro, holgado; la camisa es de batista, blanda, sin corbata; calza unos zapatos suizos; lleva los tres últimos botones del chaleco sin abrochar. ¡Ay, Antonio! exclama Verdú . Yo no puedo soportar más este dolor que me abruma y no me deja reposar un momento. Azorín mira pensativo a Verdú, como antaño miraba a Yuste.
Sardiola, entretanto, metiendo la mano en el bolsillo de su chaleco, sacó una mediana faca, de picar tabaco sin duda, y la arrojó a los pies de su adversario. Tome usted dijo con ese garbo caballeresco que tan frecuentemente se halla en la plebe española... a mí me ha dado Dios buenos puños.
Palabra del Dia
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