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Actualizado: 6 de junio de 2025
En el hotel Chabaury, señora. Nosotros también. ¿Nos dispensará usted esta noche el honor de que cenemos juntos? Saludé de nuevo. Decididamente era el comensal, el compañero de viaje y el amigo de la familia. Viajando, y particularmente en los baños, la amistad se entabla con una rapidez asombrosa; me aproveché de mi nuevo título, y de los derechos que me daba, para hablar de Cecilia.
Cecilia no es bonita ni es fea; es una mujer pasable. Siempre he creído que éstas son las más a propósito para esposas. En las cuatro o cinco veces que he hablado con ella en casa de las de Saldaña, la he encontrado muy simpática y muy razonable, franca y modesta. Sus amigas hablan todas bien de ella. Es un dato importantísimo que los hombres no tienen en cuenta bastante al casarse.
Pero al acercarse a ella y columbrar las famosas torrecillas de ladrillo, Cecilia comenzó a empalidecer, sintió el pecho oprimido y la vista turbada. Doña Paula, que advirtió su indisposición, ordenó al cochero dar la vuelta. ¡Pobre hija! la dijo besándola. ¿Ves cómo no puedes venir? Ya podré, mamá, ya podré respondió tapándose los ojos con una mano.
Grandes exclamaciones de sorpresa por una y otra parte: las obligadas frases de admiración sobre el magnífico cuadro que se desarrollaba ante nuestros ojos... y luego, cumplidas las reglas de urbanidad, pensé en mi conveniencia, e hice conocer mis deseos de ser presentado a la señorita Cecilia. ¡Señorita!... repitió la Vizcondesa con asombro: Cecilia está casada. ¿Cómo así? repuse.
Cuando tardaba en ir por su cuarto, se impacientaba y le daba quejas cariñosas lo mismo que un amante rendido y llagado de amor. Cuando entraba, sus ojos no la abandonaban ni un instante, cual si estuviesen bajo la influencia de un encanto o fascinación. Aquellos ojos expresaban cariño profundo, gratitud, admiración, respeto, entusiasmo, lo expresaban todo... menos amor. Cecilia bien lo leía.
La distracción aumentaba de tal modo, que Cecilia tuvo que repetirle tres veces la misma pregunta: ¿Que tienes? Parece que estás con el pensamiento en otra parte. En efecto dijo él un poco colorado; me acuerdo de que hoy tengo que escribir a Londres para un negocio urgente... Además, ya son cerca de las seis. Despidióse de ella, después de doña Paulina y la tertulia, y se fué.
La voz de Cecilia, suave, persuasiva, un poco empañada siempre, lo cual daba a su acento singular ternura y humildad que llegaba al corazón, logró conmover pronto el de su cuñado. Apaciguóse súbito. Dilatado su rostro por una sonrisa, exclamó antes de que concluyese: ¡Chica, qué gran abogado harías! Es que tengo razón replicó ella riendo.
Al verle de aquel modo y a Cecilia tan sosegada e indiferente, cualquiera trocara los papeles que ambos habían hecho en aquel triste episodio de amor. Las lenguas, en tanto, allá afuera, en las calles, en las tiendas, en las casas y en los paseos, no se daban punto de parada. El acontecimiento había causado profunda sensación en la villa.
Ventura se confundió, vaciló, tembló, bajó los ojos admirablemente. Al fin dijo: ¿Cómo quieres que yo lo sepa, Gonzalo? ¡No mientas, Ventura! exclamó con ademán furioso. En el fondo sentía una alegría inmensa, infinita. Te digo la verdad... No lo sabía... Pero sospechaba algo... Por eso me asusté... Cuando tú entraste, estaba pensando en ir al cuarto de Cecilia, a ver si estaba en él...
Efectivamente, ¡qué ojos tan hermosos, tan cándidos y maliciosos a la vez! ¡Qué cutis de alabastro! ¡Qué labios, qué dientes, qué dorada madeja de cabellos! Cecilia, la pobre, estaba aún más delgada que cuando se había ido y más desgarbada. ¿Cómo le había gustado aquella chica?
Palabra del Dia
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