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Actualizado: 6 de junio de 2025


Era, en efecto, la página más penosa del libro de la buena educación, aquella en que se advierte que es preciso hacerse agradable a las personas con quienes se habla, interesándose por sus negocios. A Gonzalo y Cecilia los miró un instante fríamente; pero no les hizo pregunta alguna. Cumplida tan ímproba tarea, el magnate volvió a caer en el eterno monólogo.

Después de haber charlado algunos instantes con la familia Belinchón, don Mateo se despide para recorrer todos los palcos, como tenía por costumbre; pero antes dice, dirigiéndose a Cecilia: ¿Cuándo llega? La joven se puso levemente encendida. No decir a usted, don Mateo... Doña Paula sonrió con malicia, y vino en auxilio de su hija.

Por lo menos, hay luchas y amarguras me dije a mismo, al ver el pálido rostro de Cecilia y sus ojos preñados de lágrimas, que sin duda quería ocultar a todos; porque, al divisar de lejos a su marido que se dirigía a la berlina, apoyado en el brazo de Enrique, exclamó repentinamente: Cochero, a escape, a escape.

Tiene razón Pablo. ¡Siempre has de aguar todas las fiestas!... ¡Jesús qué criatura!... Lo que es el hombre que te lleve, algún pecado gordo tiene que purgar. En aquel momento apareció en la puerta de la estancia Gonzalo, quien se dobló como un arco para dar la mano a su futura suegra, a Ventura y a Cecilia. Esta se puso seria.

Se trataba, verbigracia, de salir un día a visitas, o de comprarse un vestido, doña Paula preguntaba a su hija con solicitud: ¿Qué te parece, Cecilia? Me parece bien contestaba ésta. Te parece bien, ¿de veras? decía la madre mirándola fijamente a los ojos. , mamá, me parece bien. Doña Paula siempre quedaba en duda de si en realidad le placía o le disgustaba el vestido o lo que fuese.

Cecilia, en pie, en medio de la habitación, le escuchaba inquieta y confusa, sin saber qué replicar. Quería defender a su hermana; pero no encontraba argumentos bastante poderosos para contrarrestar los de su cuñado.

Cecilia comenzó a decirle con voz muy suave: Yo no qué decirte a todo eso, Gonzalo. Meterse en las desavenencias que pueda haber en un matrimonio es muy peligroso.

Después de unos instantes de silencio, añadió con gravedad: , Cecilia, no sabes aún lo fácilmente que queda un marido en ridículo cuando tiene una mujer tan frívola, tan imprudente como Ventura. ¡Gonzalo!

Pablo, sin hacer caso de la interrupción, prosiguió: Después con Teresa y Encarnación, Elvira y Generosa. De Cecilia no, porque está comprometida, y algo diría también de mi señora doña Paula, que, sin ofender a nadie, es la más hermosa de todas. ¡Qué pillastre! exclamó ésta admirada del donaire de su hijo. Pablo se había levantado de la butaca, y abrazó a su madre con efusión.

Cecilia, como suele acontecer a todos los temperamentos serios cuando se animan súbitamente, estaba encendida y locuaz. Parecía haber sacudido las ideas negras que tanto obscurecían su rostro en los días anteriores. Gonzalo, antes de ponerse a la mesa, bromeó graciosamente, tanto con ella como con su mujer.

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