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Actualizado: 2 de junio de 2025


No qué nuevos sonidos arranca mi alegría a las teclas. «Con esta marcha me casé yo; con esta misma te casarás ». , , ¡ay de ! dice tristemente mi dulce hermanita: antes de llegar a esa marcha, ¡buena lucha nos espera con mamá, con mis cuñadas, con las tías de Carlitos, con la abuela del rey de los cipreses! ¡y que no es orgullosa la señora! ; con los pagarés, con las hipotecas, con...

Así se rompía el hielo. ¿Por qué no vienes a Mar del Plata? Anda, vamos... No puedo; estoy metida en un berenjenal, hijita, que no cómo voy a salir. ¿Por...? Por lo de Inesita. ¿Sabes que se casa con Raúl, con mi cuñado? , ya me lo han dicho, ¡Pobre Carlitos Nuezvana!

Si obedeces á mamá y vas con mademoiselle al Bosque, esta noche cuando te acuestes te contaré un cuento muy largo... ¡muy largo! Carlitos aceptó la promesa, dejándose llevar por la institutriz sin nuevas rebeldías. ¡Ya se fué el déspota! dijo Robledo, fingiendo una gran satisfacción al verse libre de él. Celinda sonrió agradecida.

Todos se prepararon con ansiedad a ver funcionar el aparato. Carlitos se había encargado de armarlo; desgraciadamente, apesar de su reconocido talento mecánico, no había logrado encajar algunas piezas en su verdadero sitio; el café salió tan revuelto y malo, que fue imposible atravesarlo.

De todo lo cual resultaba a menudo que cuando más embebecido en su obra estaba Carlitos, hacía el aparato ¡crac! saltaban algunas de las piezas más importantes, dislocábanse con esto otras cuantas, y la bóveda celeste padecía un completo trastorno, como si fuese llegado el día del juicio final.

Cada vez que le traían a D. Bernardo la noticia de una nueva calaverada, de un nuevo suspenso, se ponía a las puertas de la muerte, dejaba de comer, de hablar, de fumar, y se pasaba dos o tres días dando paseos por el corredor y lanzando de vez en cuando unos ayes sofocados, que traspasaban el corazón de su fiel esposa doña Martina. «Distráete, hombre; no pienses más en ello: vas a enfermar, y primero eres que él... Además, no todos los chicos han de ser modelos como Carlitos y Vicente...» D. Bernardo no hacía caso de estas justas observaciones, y sólo salía de su voluntario ostracismo cuando algún grave que hacer venía dichosamente a embargar su atención.

Puede usted... es decir... yo creo que puede ayudarme. Y vamos al asunto. Sabe usted, como yo mejor que yo quizá que Carlitos, mi nieto, se ha enamorado como un loco de Inesita, la niña de Clotilde Rodríguez de Garaizábal. Mi nieto no vive, no duerme, ni descansa, pensando en ella. Está desesperado, aunque ello sea impropio de la compostura y serenidad propias de los Nuezvanas.

Alzar la voz para discutir se consideraba allí como la manifestación más acabada del mal gusto; sólo en las tabernas se disputaba a gritos. A veces había también sus rasgos de ironía, sus chistes; Carlitos y Valle se autorizaban algunos; entonces todos sonreían con benevolencia y hasta se reía suave y discretamente, nunca con fuertes o sonoras carcajadas.

El único lujo ostentoso que se veía el domingo era el de los «cipreses». Estos pintureros y pisaverdes examinaban atentamente los trajes de las señoritas. A uno de ellos muy presumido le decir, refiriéndose a una niña cuya elegancia no se ajustaba a sus cánones: «¡es cache!». El pavipollo revoleó la varita y siguió al encuentro del rey de los cipreses, de Carlitos Nuezvana.

Por otra parte, en el hogar tenía su puesto señalado, su esfera de acción, y de esta suerte no podía haber choques ni rivalidades: era el hombre público, el estadista; como Carlitos era el sabio; Vicente, el maestro de ceremonias; Enrique, el calavera, y D. Bernardo, el varón respetable y respetado que esparcía su sombra protectora sobre todos.

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