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Actualizado: 9 de junio de 2025
En el tarjetero de la berlina traía Currita un papelito en que se veían apuntados gran número de nombres y de señas; hicieron dos visitas, a una magistrada del Tribunal Supremo y a una brigadiera de artillería, dignísimas señoras, a quienes, después de sacar los cuartos la olímpica condesa, puso en ridículo con desvergonzado gracejo, haciendo desternillar de risa a la inocente Margarita.
Es una chica muy graciosa... ¡Caramba cómo se ha desarrollado, y qué monísima se ha puesto! Tus flores no tienen gran valor en este caso dijo la brigadiera sonriendo nada más que con el borde de los labios.
Empleó en la tarea mucho más tiempo de lo que había imaginado: cuando tornó al gabinete donde su madre se hallaba, ésta le preguntó con la aspereza acostumbrada si había cosido un vestido que se le había roto el día anterior. Todavía no contestó Julita tranquilamente. ¿Y qué te has hecho toda la mañana? ¡holgazana! ¡más que holgazana! exclamó la brigadiera con ira.
Es la edad dijo Miguel, a quien parecía imposible que la brigadiera no hallase graciosa y amable a su hija. Nada de eso: ya ha cumplido diez y seis años, y cada día está peor. Julia entró con un álbum en la mano. Ven aquí, al sofá, Miguel, y ten ánimo para ver nuestra colección de fieras. Enséñame primero tu retrato y el de mamá para que me infundan valor.
Miguel, a quien todo aquello cogía de nuevas, y que adoraba a su hermana, no podía sufrirlo con calma: cada vez que le tocaba ser testigo de una de estas escenas, padecía horriblemente y le costaba esfuerzos desesperados el reprimir sus ímpetus y no hacer a la brigadiera alguna áspera advertencia.
Hubiera querido hablar de su padre, de su bondadosísimo padre, a quien tanto había amado; de buena gana hubiera recordado también los pormenores de su infancia, por más que en ella la brigadiera no desempeñase un papel muy grato; dispuesto estaba a olvidar todas las heridas, todos los desdenes y acordarse únicamente de los cortos momentos de dicha que había disfrutado; hasta los castigos de su madrastra adquirían, con la velada luz de los años, y al través de la súbita ternura que se había apoderado de él, un aspecto maternal que borraba su injusticia; por su gusto se reiría, trayéndolos a cuento como hacen algunas veces los hijos cariñosos después que llegan a hombres.
El susto de su madre también fue grande, pero trasformose súbito en viva y áspera irritación, de la cual fueron víctimas los padrinos, el médico, los criados, y hasta el mismo Miguel así que se encontró en estado de sufrirla: la gran preocupación de la brigadiera no era que aquél se curase, sino saber quién había tenido la culpa de la desgracia: tan intemperante y desbocada estuvo, que el conde de Ríos no pisó más la casa, limitándose a preguntar todos los días por medio de un lacayo el estado del enfermo.
De este y otros favores fue Miguel deudor a esta dama durante su permanencia en la casa paterna, y siempre se los tuvo muy en cuenta. A la brigadiera se le había metido en la cabeza casar a su amiga, y casarla ventajosamente. Como Miguel era muy niño y no se recataban de él, pudo oír varias conversaciones acerca de este punto y hasta percibió alguna vez el nombre del novio que su mamá proponía.
¡Qué Brigadiera... madre... qué Brigadiera!... Es que no podemos hablar de estas cosas... pero... si yo le explicara a usted.... No necesito saber nada... todo lo comprendo... todo lo sé... a mi modo. Fermo, ¿te fue bien toda la vida dejándote guiar por tu madre, en estas cosas miserables de tejas abajo? ¿Te fue bien? ¡Sí, madre mía, sí! ¿Te saqué yo o no de la pobreza?
Fácil es de suponer que la antipatía de la brigadiera no cedió nada durante este tiempo; antes se fue recrudeciendo gradualmente, por más que no tuviese tantas ocasiones como antes de mostrarla. Otro tanto acaeció con Miguel: en su naturaleza impresionable fue echando raíces de tal suerte, que apenas podía mirarla sin advertir que se le encendían las mejillas y la cólera le roía el corazón.
Palabra del Dia
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