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Actualizado: 9 de junio de 2025
Bien dijo la brigadiera con voz un poco temblorosa. ¿Y consentiría V. que me viniese a vivir con ustedes? ¿Por qué no? ¡Oh mamá! exclamó Miguel enternecido; me hace V. feliz con esa respuesta. ¡Tengo unos deseos tan vivos de vivir con VV.!... Y apoderándose al mismo tiempo de una mano de la brigadiera, la besó con efusión repetidas veces, mientras dos lágrimas le resbalaban por las mejillas.
Cuando hay un poco de corazón, se apetece otra cosa... ¿Por qué no te casas? dijo la brigadiera secamente y sin levantar la cabeza.
Pero todavía mientras la quitaba la sangre de la cara con un paño mojado, no podía menos de dar suelta a su genio exclamando: ¿Lo ves? Esto te ha sucedido por desvergonzada. La brigadiera, aunque parezca extraño después de lo que acabamos de decir, amaba a su hija; pero la amaba a su manera, mortificándola sin cesar para plegarla de un modo incondicional a su voluntad.
¡Vamos, que no me negará V. que tengo un corazón muy sensible! dijo riéndose de su propia emoción, como tenía por costumbre. A la brigadiera no le pareció bien esta salida y se quedó seria. Ni era fácil que penetrase jamás el verdadero carácter de Miguel, y lo que aquellos arranques significaban.
Doña Paula sonrió, sin que su hijo lo notase. «Así te quiero» pensó, y siguió diciendo: Pero el único flaco que podemos presentarles es este, Fermo; bien lo sabes; acuérdate de la otra vez. Aquella era una... mujer perdida. Pero te engañó ¿verdad? No, madre; no me engañó; ¿qué sabe usted? Los ojos de doña Paula eran un par de inquisidores. Aquello de la Brigadiera nunca había podido aclararlo.
Yo soy gata, y muy gata, y porque soy gata, te araño y te arranco estos ricitos tan cucos de donde cuelgas los corazones. ¿Hay alguno colgado? preguntó Miguel riendo y dejándose sobar pacientemente. Vamos, basta, Julia dijo la brigadiera sonriendo también.
Las negras pupilas de la brigadiera no tardaron en caer de nuevo sobre él, y detrás de aquellas pupilas se agitaba ahora un pensamiento tan egoísta y mezquino como acorde con nuestra flaca naturaleza. Aquel chicuelo que tenía delante iba a privar a su hermosa y adorada hija de una mitad de fortuna, por lo menos.
Esta actitud hizo comprender a Miguel que la brigadiera nada le había dicho de la carta ni de la cita. Después avanzó lentamente hacia él manifestando siempre la misma sorpresa mezclada de terror, sin hacer caso de la sonrisa tranquilizadora de su hermano: cuando éste la tuvo cerca, avanzó también algunos pasos, y cogiéndola por la cintura, la dio un par de sonoros besos en las mejillas.
Era Lucía una rubia de las dichas vulgarmente vaporosas; ojos azules y claros y un poco húmedos, tersa y blanca la frente, los cabellos como madejas de oro, las cejas perfiladas en arco, algo aguileña, el talle fino y esbelto, el rostro alegre y muy apacible. Formaba su hermosura dichoso contraste con la de la brigadiera; quizás fuera este el fundamento más sólido de su amistad.
Sí, ¡ya! ¡ya! y por eso hablo yo: porque estas cosas, en tiempo. ¿Te acuerdas de la Brigadiera? ¿Te acuerdas de lo que me dio que hacer aquella miserable calumnia por ser tú noble y confiadote?... Fermo, te lo he dicho mil veces; no basta la virtud, es necesario saber aparentarla. Yo desprecio la calumnia, madre. Yo no, hijo. ¿No ve usted cómo a pesar de sus dicharachos yo los piso a todos?
Palabra del Dia
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