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Actualizado: 9 de junio de 2025
Vamos, Miguel dijo el brigadier. ¿No te parece mejor tu mamá que el retrato? Miguel, ruborizado y gozoso, contestó que sí con la cabeza. De modo que votas a mi favor, ¿verdad? le preguntó la nueva brigadiera con gracioso acento andaluz. Miguel, avergonzado, no se atrevió a contestar. ¡Ya lo creo que vota! respondió por él su padre.
Por otra parte, tampoco Miguel era de natural melancólico, como ya sabemos; Julia y él se entendían admirablemente para bromear, reír, bailar y hasta brincar por la casa. Y como la alegría es contagiosa, algunas veces, muy pocas, también la brigadiera participaba de ella y sonreía a sus juegos.
Cuando su padre entonaba con vozarrón de sochantre el aria de bajo de Lucrezia Borgia o la serenata de Fausto, la niña se enternecía, empezaba a hacer pucheritos, y concluiría por llorar frenéticamente, si antes no diese la brigadiera la voz preventiva de: «¿Quieres callarte, Fernando?»
Y reteniéndola aún entre las suyas, exclamó: ¡Cuánto tiempo!... ¡Mucho, sí!... Trae una silla y siéntate. Pero Miguel, sin hacer caso, siguió en pie, y volvió a exclamar, arrasados los ojos de lágrimas: ¡Pobre papá! La mano de la brigadiera tembló un poco dentro de las suyas; pero soltándose en seguida, le señaló de nuevo una silla. Siéntate, Miguel, siéntate.
Este pensamiento, siempre fijo, siempre presente en el cerebro no muy sólido de la brigadiera, llegó a exasperarla a tal punto, que convirtió la casa muy pronto, de monarquía absoluta, pero discreta, que era, en feroz e insufrible despotismo.
Si por impaciencia, o arrastrada de su genio vivo y desenfadado, contestaba alguna cosa que oliese de cien leguas a falta de respeto, ya podía prepararse: la brigadiera se erguía como una fiera, la llenaba de insultos, y olvidándose a menudo de lo que debía a su propia dignidad, y apesar de los años de Julita, la pellizcaba cruelmente, la abofeteaba y la tiraba de los cabellos: «¡A su madre no se contesta jamás; se obedece y se calla, aunque no tenga razón!» Eran las palabras que siempre salían de su boca en casos tales.
Obedeció, colocándose al lado de la butaca de su madrastra, y metiendo las manos entre las rodillas y la barba en el pecho, guardó silencio: algunas lágrimas le resbalaron lenta y calladamente por las mejillas. ¿Hace mucho tiempo que has concluido la carrera, Miguel? le preguntó en tono natural la brigadiera al cabo de un rato. Hace dos años nada más repuso secándose los ojos con el pañuelo.
La brigadiera le contestó muy atenta citándole para el día siguiente a las tres de la tarde en su casa. Aquella noche apenas pudo dormir nuestro joven bajo la obsesión de mil pensamientos afanosos y cambios súbitos de temor y de alegría: los nervios se le desbocaban fácilmente y no era poderoso a sujetarlos.
Optó al fin por esto último y aguardó. Pronto le divisaron, porque había pocas personas sentadas; la brigadiera arrugó la frente en testimonio de desagrado y pasó sin dirigirle una mirada.
Aunque Julita le proporcionaba con su alegría infantil y cándido donaire gratísimos momentos, estaban amargamente compensados éstos por el malestar que le producía el carácter rígido, inflexible, de la brigadiera.
Palabra del Dia
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