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Pues ellos dirán que hace dos meses, dos años, lo que quieran. ¿Empieza ahora? Pues dirán que ahora se ha descubierto. Conocen al Obispo, saben que sólo por ahí pueden atacarte.... Que le digan a Camoirán que has robado el copón... no lo cree... pero eso ; ¡acuérdate de la Brigadiera!...

La brigadiera debió conocerle en cuanto entró, porque así que Miguel hizo ademán de dirigirle la palabra, volvió la cabeza a otro lado en señal evidente de mal humor y desdén. El rencor que siempre le había tenido estaba más encendido ahora por el testamento del padre. Miguel permanció inmóvil largo rato, sumergido en un mar de pensamientos tristes.

Como caminaban en sentido contrario no tardaron en acercarse y pasar uno al lado de otro, repitiéndose la misma torva mirada por parte del militar y la idéntica sonrisa por la del paisano. Miguel cruzó a la acera de enfrente para entrar en casa de la brigadiera; mas antes de efectuarlo oyó una voz cavernosa a su espalda: Cabayero; oiga V. Volviose y se encontró frente a frente del cadete.

La brigadiera, que no se recataba de nadie para hacer lo que se le antojaba, reprendió agriamente a Miguel en presencia suya, y entre otros insultos cometió la ligereza de llamarle mala casta. Oír esto y volverse loco tío Manolo, fue todo uno; por milagro no acabó allí mismo con su cuñada.

No, hombre no: éstas son tías... primas segundas de mamá... Por supuesto, te lo digo en reserva, porque si ellas supieran que yo ando propalando este secreto, serían capaces de asesinarme, ¿no es verdad, mamá? Pues que quieran o no respondió la brigadiera, son tus tías, y la menor pasa ya de los treinta. Oyes, Julia dijo Miguel hablando otra vez en voz baja. ¿Se te ha declarado ya ese...?

Miguel hizo una mueca risueña a su hermana, le dijo adiós con la mano y se dirigió con paso firme a la sala, precedido de la criada, quien al llegar a la puerta levantó la cortina y le dejó el paso. La brigadiera Ángela, que estaba sentada en una butaca, se levantó al ver a Miguel, pero no avanzó a su encuentro.

En poco estuvo que ambos se levantasen y se abrazasen ante la concurrencia; mas en Miguel pudieron los miramientos mundanos, en Julia el temor de su madre; y ambos permanecieron en sus asientos. La brigadiera se sofocaba; estaba inquieta, nerviosa; hacía rechinar la silla al moverse.

¿Y cómo sabes que te ha estado echando flores? le preguntó su madre, clavándola una mirada terrible. Julia se puso encarnada hasta las orejas. Lo he oído por casualidad al cruzar por el pasillo... ¿Casualidad, eh? dijo la brigadiera con sonrisa sarcástica. Pierde cuidado, que ya me encargaré yo de que no se repitan esas casualidades.

La amable señorita le hizo unas cuantas preguntas de poca sustancia, y cogiéndole después por la barba y mirándole fijamente, dijo como si atase el hilo a una conversación empezada: ¡Pues no es feo este chico, Ángela! La brigadiera calló.

Aunque la brigadiera había sido bella, acaso más que su hija, ésta no se le parecía sino en la forma de la frente, estrecha y delicada, y en la boca. Los ojos de Julia eran más chicos que los de su madre, pero más vivos, y de un mirar suave y halagüeño, que nunca los de ésta habían tenido; la nariz no era tampoco aguileña, sino recta y fina.