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Actualizado: 16 de mayo de 2025


Ahora los ratones roían las tablas de los estantes y la consunción roía las entrañas del tendero. Murió al amanecer. Las nieblas de Corfín dormían todavía sobre los tejados y a lo largo de las calles de Vetusta. La mañana estaba templada y húmeda. La luz cenicienta penetraba por todas las rendijas como un polvo pegajoso y sucio.

Comenzó a preocuparse del aliño de su cuerpo, se procuró toda clase de afeites, envió por vestidos a Madrid, aprovechó todos los recursos de la elegancia. Era tarde. Aquel mísero cuerpo abandonado, marchito por los años y la anemia, no recobró frescura ni gracia. Esta idea fija le roía el cerebro en su larga y dolorosa vigilia. ¡No volver a inspirar amor, ser vieja, causar repugnancia!

Magdalena se hizo conducir cerca del ataúd que contenía el pequeño cadáver y quiso besarlo; al regresar lloró abundantemente y repitió la frase mi hijo con dolor tan agudo que me dio a conocer hasta muy lejos el alcance de una pena que roía su existencia y de la cual estaba implacablemente celoso.

Has querido curarme de mi ambición desesperada. Duro ha sido el remedio. Como quien con hierro candente quema un cáncer, has curado el que roía mis entrañas. No sólo te perdono, sino que te agradezco la cauterización dolorosa. Mi sed de poder y de gloria se aquietó y sació con satisfacciones soñadas.

Poco a poco, a medida que marchaba por el campo, esta idea fue adquiriendo relieve. Y según se precisaba, le roía el corazón, se lo llenaba de despecho y de cólera. ¿Por qué? ¿No conocía perfectamente sus relaciones adúlteras? Pues, con todo, le causaba viva irritación, le parecía que no debía sufrirlo, que tenía derecho a impedir que se juntasen. Sin darse cuenta de lo que hacía apretó el paso.

La niña mayor de García, Josefina, se sentó al piano, después de muy rogada, y tras mil repulgos dio principio a una fantasía sobre motivos de Bellini; Baltasar se colocó a su lado para volver las hojas, mientras sus hermanas gozaban con las gracias de Nisita, que roía un trozo de piñonate: manos, hocico y narices, todo lo tenía empeguntado de almíbar moreno.

Que cualquier gusano de la madera que de noche sonase, pensaba ser la culebra, que le roía el arca. Luego era puesto en pie y con un garrote que a la cabecera, desde que aquello le dijeron, ponía, daba en la pecadora del arca grandes garrotazos, pensando espantar la culebra. A los vecinos despertaba con el estruendo que hacía, y a no dejaba dormir.

«El otro día dijo Mariano con timidez entre recelosa y salvaje me dio usted un latigazo. Niño, fue sin querer. Pues qué, ¿a un roío caballero como se le dan latigazos?... ¡Taco, y qué orgullo vas echando!... ¡Roer! Átame esa mosca. Por ahora no necesito de ti. Si algún día necesitas una roía peseta, vente acá. Si algún día no tienes qué comer, no faltará acá un roío pedazo de pan que darte.

Mientras estas nubes temerosas se amontonaban sobre su cabeza, el inocente excusador paseaba desde casa a la iglesia y desde la iglesia a casa, su frente pálida, su figura melancólica y resignada. Los ojos, ordinariamente fijos en el suelo, sólo dirigían de vez en cuando miradas tímidas a la gente, como si temiera que por ellos descubrieran el cáncer que roía su corazón.

Estaba enferma; apenas si salía de su hotel; una enfermedad que roía sus entrañas, un cáncer al que había que domar con continuas inyecciones de morfina para que no la hiciera desfallecer y rugir de dolor con sus crueles arañazos. La desgracia la había hecho volver sus ojos a Dios; se arrepentía del pasado, quería verle...

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