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El público del sol, que vio esta maniobra, púsose de pie con airada protesta. ¡Ladrón! ¡Asesino!... Indignábase en nombre del pobre toro, cual si éste no hubiese de morir de todas suertes; amenazaban con el puño al Nacional, como si acabasen de presenciar un crimen, y el banderillero, cabizbajo, acabó por refugiarse detrás de la barrera.

Mientras tanto, el espada atendía a todas las necesidades de la familia, y al fin acabó rogando a él y a su hermana que se instalasen en la casa. Así, la pobre Carmen se aburriría menos; no estaría tan sola. Un día, el Nacional recibió un aviso de la esposa de su matador para que fuese a verla. La misma mujer del banderillero le dio el recado. La he visto esta mañana. Venía de San Gil.

También éste era prolífico en su fidelidad de hombre de bien, y un enjambre de chicuelos movíase en la tabernilla en torno de las faldas de la madre. Los dos más pequeños habían sido apadrinados por Gallardo y su mujer, uniéndose el espada y el banderillero con parentesco de compadres. ¡Hipócrita!

El banderillero había permanecido hasta pasado mediodía con los compañeros de comité «trabajando por la idea». ¡Maldita corrida, que venía a interrumpir sus funciones de buen ciudadano, impidiendo que llevase a las urnas a unos cuantos amigos que se quedaban sin votar si él no iba por ellos!

Pero al ver que el talabartero, que le inspiraba una irresistible aversión, se unía a estas burlas, perdió la calma. ¿Quién era aquel hambrón, que vivía colgado de su maestro, para discutir con él?... Y repeliendo toda continencia, sin reparar en la madre y la esposa del matador, y en Encarnación, que, imitando a su marido, fruncía el bigotudo labio y miraba despectivamente al banderillero, éste se lanzó cuesta abajo en la exposición de sus ideas, con el mismo fervor que cuando discutía en el comité.

Y casi a ciegas, sin más guía que la temeridad ni otro apoyo que el de sus facultades corporales, había hecho una carrera rápida, asombrando al público hasta el paroxismo, aturdiéndolo con su valentía de loco. No había ido, como otros matadores, por sus pasos contados, sirviendo largos años de peón y banderillero al lado de los maestros.

El personal de la enfermería, luego de despachar al picador magullado, había corrido a su palco en la plaza. El banderillero desesperábase, creyendo que los segundos eran horas, gritando a Garabato y a Potaje, que habían acudido tras él, sin saber ciertamente lo que les decía.

Gallardo contestaba a todos con su sonrisa de mueca, pero parecía no darse cuenta, en su preocupación, de estos saludos. A su lado iba el Nacional, el peón de confianza, un banderillero, mayor que él en diez años, hombretón rudo, de unidas cejas y gesto grave. Era famoso entre la gente del oficio por su bondad, su hombría de bien y sus entusiasmos políticos.

Gallardo, echando atrás el cuerpo a impulsos de la risa, saludaba a su banderillero imitando el mugido del toro. El apoderado, con andaluza gravedad, le ofrecía la mano felicitándole. ¡Chócala! Has estao mu güeno. ¡Ni Castelar! La señora Angustias indignábase al oír tales cosas en su casa, con un terror de mujer vieja que ve cercano el fin de su existencia. Caya, Sebastián.

Ca uno es quien es, y Juaniyo es un presonaje, y nesesita tratarse con gentes de poer. ¡Que esa señora fue al cortijo! ¿y qué?... Hay que orsequiar a las güenas amistades; así se pueen pedir favores y ayudar después a los de la familia. Na malo pasó: too calumnias. Estaba allí el Nacional, que es un hombre de carácter. Le conozco mucho. Y por primera vez en su vida alababa al banderillero.