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Actualizado: 29 de mayo de 2025


Y los pobres peones y picadores, que habitaban una casucha de huéspedes tenida por la viuda de un banderillero, apretaban su existencia con toda clase de economías, fumando poco y quedándose a la puerta de los cafés. Pensaban en sus familias con una avaricia de hombres que a cambio de su sangre sólo recibían un puñado de duros.

Un servidor, en los veinticuatro años que yevo con mi Teresa, no la he fartao ni con er pensamiento, y eso que soy torero y tuve mis buenos días, y más de una moza me puso los ojos tiernos. Gallardo acabó riéndose del banderillero. Hablaba como un padre prior. ¿Y era él quien quería comerse crudos a los frailes? Nacional, no seas bruto.

La esposa del Nacional, que tenía una taberna en el mismo barrio, acogía a la señora del maestro con tranquilidad, extrañándose de sus miedos. Ella estaba habituada a tal existencia. Su marido debía estar bueno, ya que no enviaba noticias. Los telegramas cuestan caros, y un banderillero gana poco. Cuando los vendedores de papeles no voceaban una desgracia, era que nada había ocurrido.

Cuando dejó puesto el par, unos aplaudieron en el vasto graderío y otros increparon al banderillero con tono zumbón, aludiendo a sus ideas. ¡Menos política y «arrimarse» más! Y el Nacional, engañado por la distancia, al oír estos gritos contestaba sonriendo, como su maestro: Muchas grasias, muchas grasias.

Cierra esa bocasa de infierno, condenao, o te vas a la calle. Aquí no digas esas cosas, demonio... ¡Si no te conosiese! ¡si no supiera que eres un güen hombre! Y acababa por reconciliarse con el banderillero, pensando en lo mucho que quería a su Juan, recordando lo que había hecho por él en momentos de peligro.

El pobre hombre parecía intranquilo, y en sus dos diálogos con el banderillero balbuceaba con una expresión de espasmo y de duda, no atreviéndose a manifestar su pensamiento. Al unirse con el jinete, le escuchó breves momentos y volvió a desandar su camino, corriendo hacia el cortijo, pero esta vez con más precipitación.

El banderillero se asomó a una ventana, siguiendo con la vista al peón, que corría por un camino frente al cortijo, hasta llegar al lejano término del alambrado que circuía la finca. Junto a la entrada de esta valla vio un jinete empequeñecido por la distancia: un hombre y un caballo que parecían salidos de una caja de juguetes. Al poco rato volvió el jornalero, luego de hablar con el jinete.

Hubo un movimiento de asombro, de dolorosa sorpresa, en torno de la cama. El banderillero no se atrevía a preguntar. Miró por entre las cabezas de los médicos, y vio el cuerpo de Gallardo con la camisa subida sobre el pecho y los calzones caídos, dejando visibles las negruras de la virilidad.

El banderillero, metido entre los cuernos, corrió de espaldas agitando la capa, no sabiendo cómo librarse de esta situación peligrosa, pero satisfecho al ver que alejaba al toro del herido. El público casi olvidó al espada, impresionado por este nuevo incidente.

Luego añadió con ingenuidad, como si quisiera desvanecer el gesto de escándalo y tristeza que se marcaba en el rostro del Nacional: Yo quiero mucho a Carmen, ¿te enteras? La quiero como siempre. Pero a la otra la quiero también. Es otra cosa... no como explicártelo. Otra cosa, ¡vaya! Y el banderillero no pudo sacar más de su entrevista con Gallardo.

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