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El banderillero acogía con mansedumbre las bromas del espada y su apoderado. ¡Dudar de don Joselito!... Este absurdo no llegaba a indignarle. Era como si le tocasen a su otro ídolo, a Gallardo, diciéndole que no sabía matar un toro.

Ya sabes que a ciertos públicos no les gusta eso. El torero sólo debe torear. Pero quería mucho al banderillero, recordando su adhesión, que algunas veces había llegado hasta el sacrificio. Nada le importaba al Nacional que le silbasen cuando en toros peligrosos ponía las banderillas de cualquier modo, deseando acabar pronto. El no quería gloria, y únicamente toreaba por el jornal.

El banderillero quedó mudo por la sorpresa. En el cuarto del espada sonaron unos cuantos juramentos acompañados de roce de ropas y el golpe de un cuerpo que rudamente se echaba fuera del lecho. En el que ocupaba doña Sol notose también cierto movimiento que parecía responder a la estupenda noticia. Pero ¡mardita sea! ¿Qué me quié ese hombre? ¿Por qué se mete en La Rinconá? ¡Y justamente ahora!...

Una ovación saludó esta hazaña, quedando el banderillero firme en su sitio, arreglándose los tirantes del pantalón y los puños de la camisa. Su mujer, con la vehemencia del entusiasmo, se echó atrás, riendo al mismo tiempo que aplaudía, y otra vez la falda, a impulsos de ocultas exuberancias, volvió a dejar al descubierto los encantos inferiores.

¡Cómo le pican! exclamaba el público con risa feroz. Cesaron de rugir y estallar las banderillas. Hervía el carbonizado pescuezo con burbujas de grasa. El toro, al no sentir la quemazón del fuego, quedó inmóvil, jadeante, con la cabeza humillada, sacando una lengua seca, de rojo obscuro. Otro banderillero se aproximó a él, clavando un segundo par.

Cuando éste comenzaba a lidiar en las capeas, ya era él banderillero en cuadrillas de cartel y había venido de América, luego de matar toros en la plaza de Lima. Al comenzar su carrera gozó de cierta popularidad, por ser joven y ágil.

Gallardo, vistiendo rica zamarra, como un señor del campo, la cabeza descubierta y la coleta alisada hasta cerca de la frente, recibía a su banderillero con zumbona amabilidad. ¿Qué decían los de la afición? ¿Qué mentiras circulaban?... ¿Cómo marchaba «eso» de la República? Garabato, dale a Sebastián una copa de vino. Pero Sebastián el Nacional repelía el obsequio. Nada de vino; él no bebía.

Llegaban hasta allí los ruidos de la muchedumbre invisible. Eran exclamaciones de inquietud; un «¡ay! ¡aylanzado por miles de bocas, que hacía adivinar la fuga del banderillero acosado de cerca por el toro. Luego, un silencio absoluto. El hombre volvía hacia la fiera, y estallaba el ruidoso aplauso saludando un par de banderillas bien colocado.

El vino era el culpable del atraso de la clase jornalera. Y toda la tertulia, al oír esto, rompía a reír, como si hubiese dicho algo graciosísimo que estaba esperando. Comenzaba el banderillero a soltar de las suyas. El único que permanecía silencioso, con ojos hostiles, era el talabartero. Odiaba al Nacional, viendo en él a un enemigo.

Es un fachendoso, que piensa en la otra y quiere hacernos lo mismo que ella, pa no avergonzarse de nosotras. El banderillero prorrumpió en protestas. Eso no. Juan era bueno, y hacía todo esto porque quería mucho a la familia y deseaba para ella lujos y comodidades.