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Era que se sentía cansado, que aún no estaba repuesto de su cogida. «Y para esto aconsejaba en todas sus cartas es mejor que te retires y descanses una temporada. Después volverás a torear, siendo el de siempre...» El se ofrecía para arreglarlo todo.

lo que debes desear es conocer a los toros para librarte de una desgracia, y torear mucho para llevar dinero a la familia. El Nacional protestaba de esta humillación que pretendía imponerle por su carácter de torero. El era un ciudadano como los demás, un elector al que buscaban los personajes políticos en días de elecciones. Yo creo que tengo derecho a opinar.

Una visita al cortijo de una mujer entusiasta del maestro, que deseaba ver de cerca cómo vivía en el campo. Estas señoras medio extranjeras son siempre caprichosas y raras. ¡Pues si ella hubiese visto a las francesas, cuando fue la cuadrilla a torear en Nimes y Arlés!... Total, na. ¡Too... «líquido»! Hombre, ¡por la paloma azul! Tendría gusto en conosé al desahogao que ha venío con el soplo.

Había que torear tres o cuatro días seguidos, y el espada, al llegar la noche, rendido de cansancio y falto de sueño por las recientes emociones, daba al traste con los convencionalismos sociales y se sentaba a la puerta del hotel en mangas de camisa, gozando del fresco de la calle. Los «chicos» de la cuadrilla, alojados en la misma fonda, permanecían junto al maestro, como colegiales reclusos.

¡No digas eso, malaje! clamaba la señora Angustias . No tientes a Dió; mia que eso trae mala suerte. Pero el cuñado intervenía con su aire sentencioso, aprovechando la ocasión para halagar al espada. No haga usté caso, mamita. A éste no hay toro que lo toque. ¡Como no le arroje un cuerno!... El domingo era la última corrida del año que iba a torear Gallardo.

El espada volvió a Sevilla al finalizar el verano. Aún le quedaban un buen número de corridas que torear en el otoño, pero quiso aprovechar un descanso de cerca de un mes. La familia del espada estaba en la playa de Sanlúcar por la salud de dos de los sobrinillos, cuyas escrófulas necesitaban la cura del mar.

En aras de su amor a doña Agustina y de su renaciente fe, se cortó aquella uña maldita del dedo meñique, vara de virtudes de Satanás, y no volvió a electrizar, ni a magnetizar, ni a encender candiles, ni a tirar cañonazos con ella. Se cortó la uña como se cortan los toreros la coleta cuando dejan de torear y se retiran a la vida privada.

No dijo una palabra, pero los ruidosos suspiros parecían revelar sus pensamientos. ¡Torear por primera vez después de su desgracia en la misma plaza donde había sido cogido!... Sus supersticiones de mujer popular rebelábanse ante esta imprudencia. ¡Ay, cuándo se retiraría del maldito oficio! ¿No tenía aún bastante dinero?

El Nacional conocía la historia política del país en relación con la tauromaquia, y a la par que execraba al Sombrerero y otros lidiadores partidarios del rey absoluto, hacía memoria del arrogante Juan León, desafiador de los públicos durante la época del absolutismo, el cual se presentaba a torear en traje negro, ya que a los liberales les llamaban «negros», y tenía que salir de la plaza entre las amenazas del populacho, afrontando impávido sus iras.

Lo de la pierna no ofrecía iguales esperanzas. El hueso estaba fracturado: Gallardo podía quedar cojo. Don José, que había hecho esfuerzos para mostrarse impasible cuando horas antes consideraban todos inevitable la muerte del espada, se conmovió al oír esto. ¡Cojo su matador!... ¿Entonces no podría torear?...