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50 ¿No hizo mi mano todas estas cosas? 52 ¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres? Y mataron a los que antes anunciaron la venida del Justo, del cual vosotros ahora habéis sido entregadores y matadores; 53 que recibisteis la ley por disposición de ángeles, y no la guardasteis. 54 Y oyendo estas cosas, regañaban de sus corazones, y crujían los dientes contra él.

Pero, viendo que el que tenía asido no se bullía ni meneaba, se dio a entender que estaba muerto, y que los que allí dentro estaban eran sus matadores; y con esta sospecha reforzó la voz, diciendo: ¡Ciérrese la puerta de la venta! ¡Miren no se vaya nadie, que han muerto aquí a un hombre! Esta voz sobresaltó a todos, y cada cual dejó la pendencia en el grado que le tomó la voz.

Salió éste á cumplimentarle, acompañado de cuarenta de los suyos, y hospedóle en la casa más acomodada del pueblo, y empezando desde luego á tratar del negocio de la paz, supo darse tan buena maña el P. Arce, que redujo á los dos caciques á que se prometiesen mútuamente la paz y renovasen entre su antigua amistad; y fuera de eso concluyó, se hiciesen también las amistades entre los parientes de los muertos y los matadores, que fué lo más difícil de alcanzar.

Luego sonaban las trompetas anunciando la suerte de matar, y se repetían los aplausos. Carmen quería irse. ¡Virgen de la Esperanza! ¿Qué hacía allí?... Ignoraba el orden que iban a seguir los matadores en su trabajo.

Se miró bien de pies a cabeza. No había nada, absolutamente nada. Como todos los matadores en igual caso, fue escrupuloso en el examen; pero a estos desgraciados se les olvida siempre algo, y donde menos lo piensan se conserva el dato acusador que ilumina a la justicia.

Partieron al punto; y aunque á costa de grandes trabajos por la falta de agua, de suerte que no tenían para refrigerar la sed sino un poco de rocío que recogían en los cardos silvestres al fin llegaron al lugar de la matanza, donde sólo hallaron los cuerpos de sus hermanos, pero no á los matadores, á quienes obligó el temor del castigo á retirarse á donde tan fácilmente no pudiesen ser hallados.

Cerró la noche, apresuraron el paso, creció en los dos presos el miedo, y más cuando oyeron que de cuando en cuando les decían: ¡Caminad, trogloditas! ¡Callad, bárbaros! ¡Pagad, antropófagos! ¡No os quejéis, scitas, ni abráis los ojos, Polifemos matadores, leones carniceros! Y otros nombres semejantes a éstos, con que atormentaban los oídos de los miserables amo y mozo.

Y casi a ciegas, sin más guía que la temeridad ni otro apoyo que el de sus facultades corporales, había hecho una carrera rápida, asombrando al público hasta el paroxismo, aturdiéndolo con su valentía de loco. No había ido, como otros matadores, por sus pasos contados, sirviendo largos años de peón y banderillero al lado de los maestros.

Llenos de gratitud, han divinizado el bosque protector. ¡Desgraciado de quien toque con el hacha uno de sus troncos salvadores! «Quien mata al árbol sagrado, mata al montañés», dice uno de sus proverbios. Y sin embargo, matadores de estos ha habido, y no pocos.

Porque dando en ellos los infieles Ugaranós y habiendo habido muertes de una y otra parte, se vinieron á San Juan dos parcialidades que hacían veinte familias y llegaron á aquel pueblo á 25 de febrero de 1723. Eran de dos pueblos de Zamucos; del uno llamado Quiripecodes, venía el cacique Sofiáde con dos hermanos suyos, matadores del hermano Alberto y diez familias en que había cincuenta almas.