Vietnam or Thailand ? Vote for the TOP Country of the Week !

Actualizado: 22 de junio de 2025


Anduvo Jaime algunos pasos por las azuladas piedras de la calle, falta de aceras, y se detuvo luego para contemplar su casa. No era más que un pequeño resto del pasado. El antiguo palacio de los Febrer ocupaba toda una manzana, pero había ido empequeñeciéndose con el paso de los siglos y los apuros de la familia. Ahora una parte de él era residencia de monjas, y otras fracciones habían sido adquiridas por ciertos ricos, que desfiguraban con balconajes modernos la primitiva unidad del edificio, atestiguada por la línea uniforme de aleros y tejados. Los mismos Febrer, refugiados en la parte del caserón que miraba al jardín y al mar, habían tenido que ceder los pisos bajos, para aumento de sus rentas, a almacenistas y pequeños industriales. Junto a la portada señorial, tras unas vidrieras, trabajaban planchando ropa blanca algunas muchachas, que saludaron a don Jaime con respetuosa sonrisa.

Una llama pálida lo rodeó todo; enrojeciéronse rápidamente las astillas; las voraces y azuladas lenguas de fuego atacaron las compactas páginas de los libros, y a los pocos momentos, una llamarada de resplandores vivísimos iluminó el cuarto, ofuscando la apacible luz de la lámpara, y proyectando una siniestra claridad de incendio sobre la figura de Lázaro. Todo ardía.

A la sazón, sus orejas parecían de cera, sus labios apenas cortaban, con una línea de rosa apagado, la amarillez de la barbilla, sus venas azuladas se señalaban bajo la piel, y sus encías, blanquecinas y flácidas, daban color de marfil antiguo a los ralos dientes.

Frontero al sitio en que imaginamos hallarnos, y en la otra banda del Guadalquivir, junto á su orilla, plantada de alamos blancos y de verdes cañaverales, veíase la Cartuja de Santa María de las Cuevas, rodeada por un espeso bosque de naranjos y de olivos, y en los últimos términos, la fundación insigne de San Isidoro del Campo, sepulcro del héroe de Tarifa, el monasterio de San Jerónimo y la robusta atalaya, erigida por los Guzmanes en el lugar de la Algaba, ya casi envuelta en las nieblas azuladas del horizonte.

Y aquella mujer todavía hermosa, con el encanto sabroso de la madurez, que ensanchaba sus formas, aterciopelándolas, parecía complacerse con dolorosa coquetería en apreciar en el espejo, mientras se colocaba la mantilla, las canas que cortaban el esplendor rubio de su cabellera, las ojeras azuladas y dolorosas, su boca plegada por un gesto lloroso, como si estuviera en perpetua oración.

Frente a la peña, Piorette, dueño de «El Encinar», levantaba barricadas con troncos de árboles en la pendiente de Charmes. Con la pipa en la boca, con el sombrero metido hasta las orejas y la carabina en bandolera, iba y venía de uno a otro lado. Brillaban a la luz del Sol naciente las hachas azuladas de los leñadores.

En ocasiones, salen á su encuentro montañas flotantes que no ofrecen otro paso que largos corredores que se abren y cierran repentinamente; allí puede desaparecer el esquimal con su frágil esquife, quedar enterrado en vida; por momentos, dos de aquellas azuladas montañas tal vez se aproximarán aplastando á él y á su vehículo, hasta dejarlos del espesor de un cabello.

Vivirán, , en los corazones de la gentecilla humilde y oscura, que es la que ama las tradiciones piadosas y los recuerdos de sus santos; perpetuaránse en las leyendas, en los martirologios y santorales, que, fuera de las iglesias y monasterios, solo manejarán el devoto madrugador que vive ignorado del mundo, y el solitario campesino que solo ve de la gran ciudad las azuladas torres; pero los poderosos, los cortesanos, el Estado, nada creerán deberles ni se cuidarán de ellos, porque la memoria, peso abrumador para la vida de los grandes, es como un mar de plomo en que se hunden todas las antiguas glorias y escarmientos.

¡Salud, compañeros! dijo el de Trebujena al pasar ante la puerta del cortijo, arreando su borriquillo. Qué tiempo para los probes, ¿eh, Zarandilla?... Entonces fue cuando Rafael reconoció al acompañante de Manolo, viendo su rostro exangüe de asceta, su barba rala y los ojos dulces y mortecinos tras unas gafas azuladas. ¡Don Fernando! exclamó con asombro. ¡Pero si es don Fernando!...

Las estrellas brillaban, las olas, al chocar unas contra otras, desprendían tantas luces fosforescentes, que aquella vasta llanura, de un negro sombrío, aparecía casi iluminada por millares de chispas azuladas, y verdaderamente, salvó el levante que mugía más que el trueno, era un hermoso espectáculo.

Palabra del Dia

ayudantes

Otros Mirando