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Actualizado: 24 de junio de 2025


Y cansado por tantos esfuerzos y sorpresas, don Fermín dejó caer la cabeza sobre el sobado reps azul del testero y en aquel rincón obscuro del coche, ocultando el rostro en las manos que ardían, lloró como un niño, sin vergüenza de aquellas lágrimas de que él solo sabría. No estaba don Víctor en casa. El Magistral estuvo en el caserón de los Ozores desde las siete hasta más de las ocho y media.

En la cámara mortuoria ardían tres gruesos cirios, y otro, muy fino, alumbraba el breviario que leía en alta voz una monja llamada para velar al muerto. Había mucha luz en la estancia; el aire estaba impregnado de olor a incienso. Cuando entró Pomerantzev, su cuerpo proyectó sobre el suelo y sobre las paredes algunas sombras vacilantes.

Cada uno de ellos quedaba cargado con tres mil kilos de mineral, mil quinientos de cok y quinientos de caliza. La carga entraba por arriba en los tubos gigantescos, y lentamente, en el incendio de sus entrañas, formábase el metal que descendía por su peso hasta salir por la base de las torres. Día y noche ardían los altos hornos: el enfriamiento era su muerte.

En aquel rostro consumido por la larga enfermedad, y bajo cuya piel fina se traslucía la ramificación venosa; en aquellos ojos vagos, de ancha pupila y córnea húmeda, cercados de azulada ojera, vio Julián encenderse y fulgurar tras las negras pestañas una luz horrible, donde ardían la certeza, el asombro y el espanto. Calló.

Estaba gordo como un lechonazo de cría y encendióse en lo interior; de manera que aun cuando no llegaban las llamas, ardían sus carnes como un tizón; y reventando por medio, se le cayeron las entrañas como a Judas. Crepuit medius difusa sunt omnia viscera ejusEsta lectura bárbara producía siempre efecto.

Dentro de las casas reinaban, por el contrario, la animación y el bullicio, por estar recogidos los habitantes todos al amor de los hogares, donde ardían encinas enteras. Fuera, todo estaba congelado, incluso la guerra, que había dejado de moverse en el campo para latir en el corazón de las viviendas.

Esta vez me estiré en mi cama con un sentimiento de bienestar que nunca había conocido en mi vida. Todos los deseos de mi existencia me parecían colmados. Mis mejillas ardían y en mis labios tenía, todavía sensible, la picazón ligera del primer beso con que un hombre papá, naturalmente, no contaba, los hubiera rozado.

Del hijo, que no se le hablara: era un trastuelo, un hereje, que tenía que acabar mal si no cambiaba de ideas, como se lo tenía él bien advertido... Se creía que bajaría muy poca gente por la tarde a ver el vapor que había entrado; porque los espíritus estaban muy soliviantados, y se aguardaba en el Casino un lleno después de comer, y quizá algún disgusto entre los chicos colaboradores, que ardían, y cualquiera que tuviera la mala ocurrencia de «tomarles el pelo» o defender al fugitivo.

A pesar de la inferioridad de número y de posición de nuestras tropas, todo anunciaba que se iba a trabar un combate tan encarnizado como el primero, y los valerosos paisanos, lo mismo que los soldados de línea, ardían en generoso anhelo de morir, si era preciso, por rematar con una épica tarde la mañana gloriosa. Pero la Providencia, como he dicho, estaba de nuestra parte.

Entonces caía anonadado, sudoroso, sobre una poltrona y murmuraba en el silencio del cuarto, en donde las velas que ardían en los bruñidos candelabros de plata prestaban tonos sangrientos a los rojos damascos: ¡Es preciso matar a este muerto!

Palabra del Dia

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