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Actualizado: 24 de junio de 2025
Las personas que aún quedaban en el templo le abrían paso con más miedo que respeto. Penetró en todas las capillas y examinó minuciosamente el estado de los cirios que ardían en los altares. Alguna huella debió de reconocer en ellos del paso del vándalo, porque su rostro se fue encapotando cada vez más.
Sin embargo, cuando pasé el umbral de aquel gran salón herméticamente cerrado, en el que ardían los cirios hacía dos días, y respiré el olor frío de las altas vigas saturadas de vejez, sentí un malestar de tristeza y como repugnancia por una vida que conduce a la infalible muerte. Empezaron a llegar amigos y parientes que yo no conocía y a quienes expliqué la ausencia de Lacante.
Apeáronse los de a caballo, y, junto con los de a pie, tomando en peso y arrebatadamente a Sancho y a don Quijote, los entraron en el patio, alrededor del cual ardían casi cien hachas, puestas en sus blandones, y, por los corredores del patio, más de quinientas luminarias; de modo que, a pesar de la noche, que se mostraba algo escura, no se echaba de ver la falta del día.
Estaba reclinado más que sentado en una butaca construida adrede para facilitarle el movimiento del tronco y los brazos, y arrimada a la mesa de lado a fin de que le fuese posible jugar y tener las piernas extendidas. Aunque en la chimenea ardían algunos troncos de leña, se abrigaba con una talma de color gris cerrada al cuello con broche de oro.
Hubiera prendido fuego á la casa y se hubiera quemado viva, si hubiera estado segura de que Roussel y la joven pareja ardían también. Ningún escrúpulo, ninguna debilidad, ninguna conmiseración debía detenerla en su plan. Y su plan era, sencillamente, destruir la felicidad de dos hijos. No pensó ni un solo momento en dirigirse al corazón de Herminia y á la razón de Mauricio.
En la gran chimenea abierta ardían enormes trozos de leña, y mientras estábamos de pie delante del fuego, calentándonos después del viaje, la señora Gibbons, que había sido informada de nuestra visita por un telegrama despachado con tiempo, nos anunció que había preparado para nosotros una buena cena, por que sabía que no íbamos a poder llegar a la hora de la comida.
Reposaba sin duda la fatiga de haber prendido fuego a los cepos que tan regocijadamente ardían, y pedido té y servídolo, mezclándole unas gotas de ron. Silencioso y quieto ahora, posaba los ojos en Lucía y en el fuego, que daba móvil fondo rojo a su cabeza.
Al día siguiente, cuando el sol había rebasado las áridas colinas de arena, los convidados habían desaparecido de los festivos salones del señor Tomás. Las luces ardían aún pálidas y tristes en los desiertos salones, y en medio de este abandono, sólo tres personas se acurrucaban apretadas en un ángulo de la fría sala, formando confuso montón.
Subieron, y cuando Fortunata pasó a la alcoba de Mauricia, que estaba sola, retirose Maxi, diciendo que volvería a las once. Estaba aquella noche la enferma sumamente inquieta, y lo poco que hablaba no era un modelo de claridad. El temor de pronunciar palabras malas parecía haberse desvanecido en ella, porque escupió de sus labios algunas que ardían.
Sé mostrarme severo cuando es menester, señores... Cuando volví a casa, el reloj marcaba las cinco... Ya no podía más de cansancio; las piernas se me entraban en el cuerpo. Todo estaba en silencio. Antes de partir, había mandado a mi gente que se acostara. Al atravesar el vestíbulo, donde ardían las luces todavía, vi una puerta rodeada de guirnaldas.
Palabra del Dia
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