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Actualizado: 16 de septiembre de 2024
Eso es mostrarme con el dedo toda mi impotencia. Me conozco bien y sé que cedo al primer movimiento y que no pienso en resistir hasta que el mal está hecho. También lo sabe usted que me conoce mejor que yo misma, puesto que es más imparcial.
Sentose; clavó en los míos sus ojos, dulces y elocuentes, como si en ellos quisiera mostrarme estampado todavía el idilio de la noche anterior..., y me encontré sin ánimos para decir la primera palabra. Todas las fuerzas con que contaba para llevar a cabo mis proyectos, me habían faltado de repente.
No dejó por eso de mostrarme sino que extremó más que antes su cariño y su respeto hacia mí; pero cada día ponderó más lo decidido y lo invencible de su vocación. En balde fueron mis razonamientos y mis súplicas para que Lucía desistiera. Al fin tuve que ceder y que consentir. Hace ya más de un año que Lucía tomó el velo y se encerró para siempre en el claustro.
Declararse extenuada, era abrirme su corazón a dos manos y mostrarme el mal que en él había hecho yo. No lanzó ni un gemido de angustia. Se desplomó desfallecida. Un día le dije: Me ha curado usted, Magdalena; ya no la amo. Ella se quedó parada, se puso horriblemente pálida y vaciló como espantada por una maldad que la penetraba hasta el fondo del alma.
Este asunto, para mí, era muy secundario. Aunque no podía llamarme rico, como era hijo único tenía más que suficiente para vivir con modestia. La fortuna de Gloria no me interesaba mucho. Sabía que estaba perfectamente administrada, y tal seguridad me obligaba a mostrarme indiferente y descuidado respecto de ella. Esta fue la parte del discurso que peor dije. Era la menos sentida.
Vamos, tú lo que quieres es emborracharme, ¿eh? le dije con sonrisa protectora . ¡Qué chasco te llevas, hija! A mí no ha conseguido emborracharme nadie jamás. Prepara el Guadalquivir de manzanilla si deseas verme ajumado. Matilde, deja a ese maleta... ¡Si es un gallego! dijo a la sazón la tía pescueza de las manos amorcilladas, que no me perdonaba el mostrarme insensible a sus enormes glándulas.
Leía, tendido en un sofá de mi escritorio y en el momento en que García Mérou se inclinaba a mostrarme un pasaje del libro que recorría; se lo vi vacilar entre las manos, mientras sentía en todo mi cuerpo un estremecimiento curioso. Nos miramos un momento, sin comprender, el tiempo suficiente para que los techos, cayendo sobre nosotros, nos hubieran reducido a una forma meramente superficial.
Las niñas, observando el ritual a que estaban acostumbradas, me hicieron una reverencia, sin desplegar los labios; D. Paco, tan pedante en Cádiz como en Bailén, hízome grandilocuentes cumplidos y los demás personajes miráronme con recelosa prevención, sin mostrarme urbanidad más que con algunas rígidas inclinaciones de cabeza.
Arrastrábame hacia allí la fuerza misteriosa de una curiosidad que tenía mucho de la atracción de los abismos. Llegó Chisco a la loma antes que yo, según costumbre, y aguardóme en ella con el brazo extendido ya, como la otra vez, para mostrarme lo que desde allí se veía... ¡Y por Dios crucificado que no era poco!
Y quizás deba yo también hacer algo más, algo cuya sola idea es ahora para mí peor que la muerte... Comprendí lo que quería decir y temblé. Pero no quise mostrarme menos animoso que ella. Me levanté y tomé su mano. Haz lo que quieras o lo que debas dije. Creo que a seres como tú, Dios mismo les indica el camino que han de seguir.
Palabra del Dia
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